Del Chaco a la Patagonia: El aguardiente de Cipolletti

por Kevin Vaughn

traducido por Bruno Romero

Esta nota es parte de una colaboración mensual con POSCO, un emprendimiento argentino que produce zapatos de cuero hechos a mano con curtido vegetal. Una vez al mes, MATAMBRE x POSCO será una historia inspirado por caminar por el placer de descubrir.

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Los ventosos bosques del norte de la Patagonia no eran donde esperaba encontrar un aguardiente hecho de algarroba. Los algarrobos crecen de forma silvestre y abundante en la región norte del país, más que nada en los bosques secos del Gran Chaco. Dejan caer sus frutos al comienzo del verano, para que los junten aquellos que se interesan por las coloridas vainas de las habas. La mayoría las despedazan para fermentarlas en agua y obtener una bebida conocida como aloja. Los más trabajadores las muelen hasta obtener un polvo fino para hacer panes y tortas.

Son gratuitos y ampliamente disponibles; la única barrera es tu voluntad para buscarlos.

En los límites del nuevo Parque Nacional El Impenetrable, conocí a un grupo de mujeres que, además de construir infraestructura para definir el flujo turístico por sí mismas, recolectaban algarroba para darle un nuevo valor a recetas antiguas.

Las vainas se secan, se tuestan en un horno de leña y se muelen hasta obtener una harina compacta y dulce al olfato. Sin embargo, no se puede pulverizar todo el fruto. Una molienda gruesa sobrante no es apta para cocinar, pero sí perfectamente adecuada para hacer whisky.

Alina Ruíz, la chef a cargo del programa de alimentación y nutrición del parque, se imaginó inicialmente un helado. Pero, al igual que con muchos ingredientes indígenas, no encontró un colaborador local interesado. Así que, junto con la algarroba recolectada de su granja y restaurante, mandó el sobrante 2000 kilómetros hacia el sur, al chef, productor de vermú El Único y destilador Carlo Puricelli, en las llanuras esteparias de Río Negro. Un poco más de un año después de haber visto tostar y moler la algarroba, me encontraba en la cocina de Del Sur, (el restaurante de Carlo) para hacer una tandita de aguardiente (porque los puristas del whisky se quejaron por la ausencia de granos de cereal) en un pequeño alambique de cobre. El producto final es de color marrón avellana, huele algo así como a cacao y tiene el golpe de un whisky rye.

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Solo disfruto realmente de los pueblitos en la generosa compañía de alguien que vive ahí y conoce los callejones, literales y figurativos, por lo que solo se suponía que fuera una breve parada. Un fin de semana como máximo y partir de camino a las montañas, como los lagos de Bariloche o las islas de Chile. Pero Carlo insistió en que extendiera mi viaje y me quedara en su casa de la infancia. Un hogar tranquilo para escribir, con chimenea y una pileta cubierta. Era una oferta indeclinable.

Los valles que rodean a Cipolletti producen casi el 90% de los cultivos de manzanas y peras en el país. Mi semana transcurrió entre días de descanso y otros yendo de bodega en bodega y de huerto en huerto. Probé un riquísimo Brut en la micro sidrería Savia Bruta en una mañana en la que el sol se filtraba entre los manzanos y me hacía sentir como si estuviera entrando en una película de Éric Rohmer. En la mayor parte del mundo, la sidra se hace con manzanas imperfectas que no pueden comercializarse de otra manera, a menudo mezclando variedades en la misma prensa. Mauro Alejandro Perini y Agustin Buet utilizan una sola variedad, por lo que cada manzana tiene que ser de la mejor calidad. Seleccionan cuidadosamente cada manzana Granny Smith, evitando dañar la pulpa o romper el tallo, para hacer una sidra tremendamente refrescante, como una manzana recién sacada del árbol. Me enviaron a casa una caja de peras maduras aptas para exportar, un regalo especial. La pera d'anjou es más apreciada en el extranjero que en la Argentina pero si la ves en las góndolas, agarrate algunas. Son dulces con notas de lima y una pulpa densa e ideal para una peras al borgoña. 

Más tarde ese mismo día, Carlo se armó una parrilla al lado de los viñedos en Flor del Prado. El periodista Luciano Fernández rescató viñas de un productor de vinos de mesa para cultivar Malbec y Pinot Noir. El microclima en el que se encuentra exige una cosecha tardía en abril (uno o dos meses después de que se cosechan las uvas en Mendoza), preferentemente bajo la luz de la luna llena. Y como tenía unos días extra, me aventuré hacia el este hasta Humberto Canale, la bodega más antigua de la provincia y hogar de mi Riesling nacional favorito, y de Familia Schroeder, la más grande de la provincia. Probamos varios vinos fermentados en barricas nuevas de roble y expresé mi amor por los tánicos tintos argentinos quejándome de cómo todo lo de Napa me sabe a postre. Mi certificado de nacimiento dice California, pero mis papilas gustativas anhelan Argentina.

Un descuido en mis planes (viajé la misma semana que MAPPA) me dejó sin mis guías por unos días. Me convertí en asiduo del café de especialidad Ribera (una cafetería que se mudó del barrio San Nicolás, CABA a sus pagos en Río Negro) probando todas sus infusiones de filtro. Y me agasajé con medialunas y pan calentito de Graciela, donde me sorprendí al comer una de las mejores cremonas que probé en mi vida. 

Y aunque quedé muy decepcionado con dos comidas que me habían recomendado enfáticamente y que devolví con los platos prácticamente llenos (siempre termino mi comida aunque sea haciendo esfuerzo), encontré refugio en un rincón informal que se llama Marga. Los anteriores me parecían atrapados en la obsesión porteña de quince años atrás por la cocina de autor y las técnicas francesas. Es un estilo de restaurante muy específico que parece no pertenecer a nada ni a nadie (muchos nombres europeos, mucha espuma) que ya no existe más en capital pero que define mucho de los restaurantes ‘gourmet’ del interior. 

En Marga vi un cambio hacía algo más federal. Los hermanos Simón y Matías Lochbaum (en la cocina y en el salón, respectivamente) sacan lo mejor de lo que Buenos Aires está haciendo en este momento: menús de temporada con producto local, condimentos variados y ruidosos y mucha técnica seria sin tantos aires de pretensión. 

Fui tres veces, cada visita fue fantástica, más que nada las noches en las que probé un paté de hongos de pino con unas papas pay cortadas extra largas, y un pejerrey con escabeche. Una tostada que iba por fuera del menú, con cucharadas picantes de salsa kimchi y mejillones cocinados en un horno de leña; era tan potente que por momentos era lo único que existía en mi mundo.

Lo maravilloso de tomar ideas de un concepto en lugar de copiar una cocina lejana es que jóvenes cocineros como Simón pueden encontrar más libertad para formar algo único y personal. Y, aunque a veces ni siquiera sea consciente de eso, construye un nuevo matiz sobre lo regional, que tiende a estancarse como consecuencia de la tradición y la desconfianza de comensales que temen invertir su plata desinflada en un plato desconocido. Pero acá en Marga, lo que pareciera muy de Capital, está profundamente conectado a este lugar.

A veces me frustra la escasez de más lugares como Marga cuando viajo por el país. Quiero más compromiso con lo local, más singularidad, más valentía en probar algo diferente tanto por parte del cocinero como del comensal. Pero este viaje me recordó que está ahí, aunque en pequeña medida, brotando como hongos silvestres. Alguien va eligiendo manzanas una por una mientras otro recoge vainas caídas del piso para ver qué pasa cuando se las mezcla con malta. Y tal vez, por ahora, menos es más. Implica largas tardes en un viñedo especial o tres viajes al mismo comedor; conocer realmente un lugar en vez de ir tachando nombres en una lista de tareas. Si estás dispuesto a seguir la línea y buscar a la gente y sus proyectos, no importa que tan lejos te lleve el mapa, lo vas a encontrar.

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