¿Pero qué es un alcaucil?

por Nicolás González

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Si yo tuviera que convencer a una persona de comer alcaucil le diría la verdad: comerlo es un ritual donde cada bocado es mejor que el anterior. Capaz le diría también que aquel ritual de comer un alcaucil es sensual y no me refiero a que sea afrodisíaco como creía Catalina de Médici cuando lo introdujo en Francia en el siglo XVI, y como cree también la Medicina Tradicional China ya que el alcaucil protege al hígado que es el órgano “responsable del vigor”. Me refiero a la manera de comerlo, a que cada bocado sea más placentero y al mismo tiempo una pequeña muestra de lo que viene: un corazón hecho de la misma sustancia que la parte pulposa de las hojitas, pero más grande, sedoso e intenso. Eso diría para persuadir y sumaría datos de la Enciclopedia de neurociencia de los doctores Binder, Hirokawa y Windhorst: la experiencia también es placentera porque dos de sus componentes, el ácido clorogénico y la cinarina son potenciadores del dulzor. 

Desde el inicio la estrategia es llegar al núcleo por un camino circular. Las hojas se arrancan por vueltas, se come lento para aprovechar cada miligramo, y en cada giro se vuelven más tiernas y abultadas. A mí me gusta mojarlas con una vinagreta de oliva, aceto y sal que queda retenida en su forma cóncava y que después de morder se termina por chupar. Mientras más cerca del corazón menos cuesta arrastrar con los dientes la pastita cada vez más abundante. Como cada vuelta es más sabrosa las hojas se empiezan a arrancar y a morder más rápido. Esta fruición sigue hasta llegar a unas láminas finas y demasiado blandas: por un par de vueltas las hojas se comen casi enteras, incluso conviene arrancar varias juntas tirando desde el piquito superior que forman. 

La emoción encuentra la primera pausa: unas hojitas antes del corazón ya empiezan los pinches y hay que morder lo justo. Conviene agarrar con los pulgares e índices para que los dientes hagan tope en ellos y morder sólo la parte pulposa. Fin de la primera parte y segunda pausa: hay que cavar en el corazón y sacar el cono con pinches y quitar las partes duras externas. Tomar el corazón y partirlo en pedazos y meterlos en la vinagreta. Es tan tierno y contundente y la boca qeuda tan llena de un sabor entre umami, amargo y dulce, que vuelve insignificante la experiencia de las hojitas. 

Tal vez por su aspecto antimarketinero de verdura dinosaurio, o por algún otro motivo, el consumo bajó en Argentina: en los últimos 30 años la superficie sembrada pasó de 4 mil a 1.500 hectáreas y la cosecha anual de 56 mil a 21 mil toneladas. Adriana Riccetti, ingeniera agrónoma y fundadora de la Asociación de Alcachofas Platenses, que engloba a unos 100 productores, da explicaciones sobre el declive: por un lado dice que “no hay tiempo para comer alcaucil“ y por otro que se dejó de consumir “cuando dejaron de cocinar las abuelas, que son las que conocen las recetas”. La primera razón es la más pesimista y tiene sentido. A diferencia de un tomate que se compra, se lava y se come, el alcaucil necesita de un proceso previo: el más común es hervirlo una hora y dejarlo enfriar, y entonces ya ni se compra. La otra explicación es más optimista porque con difusión y educación las nuevas generaciones (si se hacen tiempo) lo podrían conocer.

Los productores de La Plata, ciudad que concentra el 70% de la siembra del país (el resto se reparte en la zona de Cuyo: Mendoza y San Juan y, hoy en menor medida, en la ciudad de Rosario) tienen una estrategia para repuntar el consumo. Durante el primer fin de semana de octubre organizaron la característica Fiesta del Alcaucil. 

La manera en que se dedican a la producción de una hortaliza perenne y estacional es admirable. Como la misma planta da frutos durante tres años, el tiempo que no está produciendo, desde noviembre hasta mayo, la tierra queda inactiva, esperando la próxima cosecha. Surge el contraste con otras actividades que tienen producción casi todo el año y también por otro detalle: Argentina no participa en el mercado mundial de alcaucil, por ahora los costos no dan para exportar, y las tres variedades que se producen: Romanesco (la más común), Ñato o Violeta de Rosario y Blanco, se consumen en el país. En la Asociación de Alcachofas platenses coinciden: hay que estimular el consumo porque producción sobra, y encima de calidad. Esto es porque en La Plata obtuvieron el sello de Identificación Geográfica, lo cual asegura un resultado particular de elaboración medido en: Frescura (el alcaucil tiene que ser compacto, con las hojas cerradas), Período de cosecha y Tipificación (distintos tipos de alcaucil y de calidad). 

Esos parámetros también son una guía para no dudar en la verdulería y sorprender a los vecinos: no hay que perder el tiempo con los de hojas abiertas, porque son fibrosos, ni con los grandotes, porque tienen el corazón más chico y con espinas. Hay que agarrar los de tamaño mediano, que tienen los mejores corazones, y hojas cerradas, que mantienen la humedad.

Voy a la fiesta del alcaucil con el objetivo de corroborar las hipótesis de los productores platenses. Manejo 56 km al sudeste de Buenos Aires y llego temprano a la ciudad de las diagonales y del cinturón hortícola donde se centra la producción. Lo primero que veo es a Quique, un hombre de jogging y camisa y de unos 60 años que se está quejando frente al gazebo de los productores: “Este año no hay oferta casi, hay un único puesto de venta y encima es muy chico”. Tanto él como su mujer son habitué de este evento que se hace desde 2007. En ediciones anteriores hubo hasta siete puestos de venta: la razón es que se organizaba entre 10 productores y ahora está a cargo de tres. Pese al enojo la pareja compró una docena de alcauciles violeta a mil pesos. Esta variedad (llamada Romanesco o Francés) es la que trajeron por primera vez los inmigrantes italianos a La Plata alrededor de 1950 y la que todavía se sigue cultivando.  En el resto de la rambla (avenida 51 entre las calles 5 y 6) hay otros 7 puestos. Cada uno vende dos platos con alcaucil como ingrediente, que van desde paella hasta hamburguesas, pasando por baos y dumplings con poroto mung, cebolla caramelizada y verdeo. Cada plato sale unos mil pesos. Si la estrategia es disfrazar el alcaucil en platos ya consagrados para motivar su consumo, con la brochet de langostinos anticuchados con papines que compré no lo lograron: las dos hojitas clavadas en el palo se hacen notar cuando después de masticar mil veces (una por cada peso gastado) perseveran en su integridad con todo éxito. 

Recorro la feria sin olvidarme de la caída en las ventas ni de las razones de Adriana: falta de tiempo y juventud sin la tradición. Me cruzo con gente de todas las edades (la mayoría tiene más de 40) y hablo con los más jóvenes: Maxi de 31 y Lucía de 33. Inmediatamente me doy cuenta de que son fanáticos y de que no les importa el tiempo. En la semana hicieron empanadas de alcaucil con cebolla, pelando hoja por hoja y usando los corazones de 10 alcauciles. Tampoco son novatos (Lucía fue a las ediciones anteriores con su abuela y con su tía), ni necesitan sofisticación: les gusta que el alcaucil sea la estrella de los platos y hasta lo comen sin vinagreta, como quien dice les gusta comerlo a pelo. 

En el medio de la rambla están las mesas para unos 60 comensales. Me siento y mientras como un chocolate adornado con hojas de alcaucil deshidratadas y caramelizadas con azúcar, es decir, mientras como un chocolate, me encuentro con dos parejas amigas. Tienen arriba de 60 y vienen de Hurlingham a comprar “producto fresco” y conocer la feria. Son aficionados a los eventos gastronómicos y tampoco confirman las hipótesis porque son grandes, ya conocedores y herederos de esta tradición culinaria. De hecho Ana es cocinera y, aunque su marido se come 3 alcauciles por día de la manera tradicional, tiene recetas especiales: separa las hojas y rellena la cabezas con una mezcla de carne picada, ajo, aceite, sal y pimienta. Cocina el alcaucil así cargado en una olla con agua hasta la mitad, aceite, sal y aceto. Tapa y espera. Otra variante vegetariana y barata es rellenar con pan rallado y aceite. Cuando termina la cocción va sacando las hojas que salen con el relleno. Agrega otra receta mientras al marido se le hace agua la boca: filetea los corazones, pica cebolla, la parte blanca del puerro y suma habas "doble pelada". Todo eso se fríe con el agregado de un huevo. Después de hacer esta mezcla rellena el alcaucil y repite el método de las recetas anteriores. Estas preparaciones son herencia de su mamá italiana que cuando volvió a Sicilia de visita le trajo un secreto de regalo: hervir corazones de alcaucil con un muy buen aceto. Quedan negros y sabrosos. 

El marido de Ana no se quiere quedar atrás y cuenta su secreto. No descarta el agua donde hierve los alcauciles porque “aprovecha el hierro que le hace bien a las plantas". Las cuentas no me dan: en base a la composición del alcaucil si se hirvieran 3 unidades en 4 litros de agua la cantidad de hierro extraída sería menor a 2 miligramos. No es que les haga bien a sus plantas, es que no lo necesitan.

Lo que sí tiene esta planta es cinarina, el principio activo que esconde el secreto medicinal del alcaucil. La función más importante, la de aliviar los atracones, se debe a sus propiedades coleréticas y colagogas, es decir, que estimula la producción de bilis y su secreción para digerir las grasas. Además se trata de un protector hepático: el extracto de sus hojas evita la oxidación de las células del hígado. Si además de esto último se tiene en cuenta que se utiliza para fabricar el licor italiano llamado Cynar se podría decir que el alcaucil atiende no en ambos lados, sino en dos mostradores a la vez. 

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Probablemente los antiguos egipcios, griegos y romanos, que ya comían esta planta, no le hayan hecho fiestas ni platos elaborados, pero sí intuían la presencia de la cinarina porque la usaban con fines terapéuticos. Y fueron los mitos griegos que le dieron nombre a la planta: lo de siempre, un dios (Zeus) se enamora de una muchacha hermosa (Cynara) de pelo gris y ojos verde violáceos, y la lleva a vivir al Olimpo. Las cosas no funcionan: Cynara extraña a su familia y vuelve a su casa y entonces Zeus, enojado, la convierte en una planta de alcachofa. Lo normal para los mitos: enojo, venganza y castigos rarísimos.

Me fui de La Plata con recetas nuevas,  con la sensación de que los que estábamos ahí ya habíamos ido convencidos desde nuestras casas y además con cuatro alcauciles: las ventas de producto fresco fueron buenas, según la organizadora Adriana Riccetti.  

El martes siguiente a la Fiesta Nacional del Alcaucil salgo de mi trabajo a las 17. Voy desde Chacarita hasta Villa Crespo y hago tiempo porque el partido de fútbol es a las 19. Las verdulerías de Villa Crespo tientan por su oferta y porque son más baratas que las de Recoleta donde vivo. Elijo 3 alcauciles con los trucos que aprendí de los productores: cerrados y medianos. Mientras pedaleo por Corrientes con las piernas cansadas del partido, pienso en la Ciudad y en la falta de tiempo para los rituales: con tantas horas de trabajo para mantener el costo de vida alto, con tantas ofertas de recreación y con tanto bar y restaurante lleno es evidente que el día queda corto. Llego a mi casa a las 21 y mientras me baño pongo el agua a hervir y las milanesas en el horno. Cocino los alcauciles durante una hora y los pongo a enfriar. A las 23 ya tengo que preparar la vinagreta y a las 23 ya es tarde. Si hubiera preparado una ensalada de tomates, lechuga y cebolla ya estaría acostado. Esto no tiene solución, pero se justifica: no tengo  tiempo, pero recuerdo que cada bocado es mejor que el anterior y, al mismo tiempo, una pequeña muestra de lo que viene, llego al corazón, y grito “Esto es increible!”  

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Nicolás González. Es licenciado en Química y periodista. Vive en Buenos Aires y se obsesiona con cosas, algunas de ellas se publicaron en La Agenda: acá, aquí y acá.  

La Delmas. Ilustradora y artista de NFT. Nacida y criada en el conurbano bonaerense, inspirada 100% en mis orígenes y el costumbrismo. Amante de la comida casera y el buen comer. Síguele en Instagram.

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