Enraizar el futuro en el suelo de hoy

Una colaboración con la revista Anchoa, una revista gastronómica sobre las historias de nuestros ingredientes. Se puede comprar una copia haciendo click acá.

click here to read in English

 

Augusto Colagioia no sabe exactamente cuándo empezaron a cambiar las cosas en la granja de su familia. A lo largo de la historia del campo San José, lo único que cambió fue el tamaño del rancho. Su abuelo y su tío abuelo, José y Domingo, eran tradicionalistas devotos, vaqueros de una vieja escuela de pensamiento que rechazaba el cambio y las nuevas tecnologías, prefiriendo ser fiel a los antiguos métodos de la región pampeana. San José era un clásico campo mixto de Henderson; los hermanos dedicaron sus tierras más fértiles a plantar vegetales y a dejar crecer el pasto nativo, utilizando luego ambas cosechas para alimentar a las vacas que vivían en las partes más marginales y menos productivas del campo.

En la década de 1960 llegó al país la Revolución Verde, movimiento agrícola construido alrededor del uso de semillas transgénicas, pesticidas y monocultivos- incentivaba un éxodo rural de las granjas familiares vecinas, los hermanos expandieron y atendieron sus tierras como siempre lo habían hecho.

“Había un montón de campos chiquitos de 40 o 50 hectáreas llenos de familias de productores'', explica Colagioia. “Ya no están más. Todos estos campos están alquilados. Yo nunca los llegué a conocer. Hubo una tendencia a la concentración de la producción muy fuerte en toda la zona. Una producción que requiere pocas personas, muchas máquinas, mucha energía y dos o tres productos que son estratégicos para la economía.”

Mientras la Revolución Verde incentivaba un éxodo rural de las granjas familiares vecinas a San José, los hermanos Colagioia expandieron sus tierras y continuaron con las prácticas de siempre. Pero cuando el padre de Augusto, Walter, heredó la granja, rápidamente adoptaron las tecnologías que la generación anterior había visto de reojo, atrapado por la idea de que la biotecnología y los agroquímicos eran el futuro de la agricultura. 

Fue entonces que se incorporó la biotecnología y el uso de agroquímicos. Los pastizales nativos fueron intervenidos: se les plantó avena, maíz y sorgo transgénicos y se les echaron herbicidas baratas, como el glifosato, que resolvieron su eterno problema de las malezas, el cual sin el uso de agroquímicos requería de romperse el lomo constantemente para sacarlas. Tal y como fue prometido, enseguida se redujo la mano de obra, intensificó el rinde, tanto de la agricultura como de la ganadería, y al parecer  mejoró la calidad de la tierra.

“Mi viejo es una persona que siempre busca innovar'', explica Colagioia. “Los fertilizantes y los herbicidas los veía como una manera de mejorar el campo. Porque así te lo vendía la gente. Desde el punto de vista del productor, poder producir y protegerse de la maleza era una idea genial. Pero bueno, era una solución con una lógica reduccionista. Un pensamiento muy lineal. ‘Mi problema son las malezas así que invento algo para eso.’ Es una cuenta matemática. Pero en la naturaleza no hay una matemática. Hay ecologia. Todo está relacionado. Todo termina afectando otra parte porque todo está conectado como una red.”

Colagioia, cuarta generación del negocio, comenzó a profundizar lo que sucedía en su campo cuando entró a la facultad a estudiar Ingeniería Agrícola, donde lo introdujeron a conceptos de ecología, regeneración y cultivo agroecológico. “Fui el primero de mi familia en estudiar en la universidad, que era muy importante para mi papá. La facultad me permitió cuestionar lo que pasaba en nuestro campo. Hubo un inicio de un camino que no tenía vuelta atrás.” 

Hoy en día trabaja como educador y consultor de productores de carne  por toda la provincia de Buenos Aires que interesados en la transición hacia modelos más sustentables. Al mismo tiempo que viaja seguido cinco horas y media desde La Plata hasta el rancho familiar en Henderson, el cual está en el medio de un lento proceso de volver a sus orígenes con la recuperación de sus pastizales nativos. A lo largo de los últimos cuatro años, Colagioia y su padre plantaron pastos nativos a mano, que se habían perdido por completo, y destetaron a la tierra de su dependencia a los herbicidas y fertilizantes. 

---

La primera semilla transgénica fue introducida al mercado internacional en 1994. Dos años más tarde, Argentina se convirtiría en un anticipado y ferviente productor de soja, tanto que en 2003 el magnate de la biotecnología Syngenta proclamó que el noreste argentino era parte de un creciente “República Unida de la Soja”. Para el 2013 Argentina ya era uno de los cuatro países que acumulaban el 83% del área mundial cultivada con semillas transgénicas. La rápida adopción de nuevas biotecnologías se ajusta perfectamente a la postura que el país ha tenido históricamente sobre el rol de la agricultura y su desarrollo. 

“Estamos tocando un imaginario social que recorre 150 años de historia como país”, explica Maristella Svampa, investigadora y co-autora del libro El colapso ecológico ya llegó (2020). “Es una historia muy ligada a la exportación de materias primas, y fundamentalmente de cereales y carnes. En ese sentido el modelo agrario ilustra un imaginario de la bonanza económica y del bienestar.”

Svampa hace referencia a una construcción socioeconómica que comenzó en el siglo XIX con la Conquista del Desierto, la cual diezmó a las poblaciones indígenas del país para expandir la frontera y apropiarse de importantes territorios agrícolas que pusieron a la Argentina en la cima de la economía mundial. El desarrollo del sistema ferroviario nacional en las décadas siguientes, particularmente el del Ferrocarril Oeste, que se extendió como una red desde Buenos Aires hasta Mendoza, ayudó a colonizar la extensa región pampeana y a diversificar la creciente economía agrícola del país, ya no solo siendo el más grande proveedor de cereales del mundo sino también un importante exportador de carnes, lana y cuero para los insaciables mercados europeos.

La expansión de la frontera y la ramificación de la agricultura vinieron de la mano de una intensa apropiación de tierras. Según el libro del reconocido historiador James R. Scobie, Revolución de las Pampas (1964), la Conquista había sido financiada, en parte, por bonos del gobierno que luego podían ser canjeados por terrenos a medida que la frontera se expandía. “De un año a otro, la superficie disponible para explotación ganadera se había duplicado en dimensiones. Estas nuevas tierras pasaron directamente, como enormes propiedades, a manos de poderosos intereses pastoriles y especuladores. En 1882 la subasta pública ofreció las restantes tierras de frontera en parcelas de hasta 40,000 hectáreas de extensión”. Empezando por la Pampa, Scobie continúa, la revolución agrícola lentamente destruyó un longevo ecosistema de productores independientes autosustentables.

Tal colonización de tierras y la subsequente era dorada de crecimiento económico sostenido en el país, estableció una tendencia nacional que se perpetuó desde la Conquista hasta la actualidad: la ilusión de prosperidad que vive más en nuestra imaginación colectiva que en la realidad de la economía nacional. Una narrativa que servía los intereses de pocos dominó la política y legislación a lo largo del siglo XX y se concentró particularmente durante los gobiernos militares de los 60 y 70. Aquellas épocas autoritarias empoderaron las raíces de la modernización agrícola que reina hoy. Se disolvieron lentamente las regulaciones del estado; se extendió la privatización, se dejó de financiar la mayoría de instituciones estatales de investigación ambiental y agraria, y la concentración de tierras se aceleró. La combinación de estas dinámicas, y el consecuente reordenamiento del tejido social del campo argentino, sentó las bases del presente modelo agricultor.

Hoy en día, muchos cereales cultivados en Argentina se usan para alimentar al ganado y abastecer, entre otras cosas, una creciente demanda de consumición de carne tanto a nivel global como nacional. Nuevos métodos para estimular la producción del ganado crearon una paradoja en la zona productora pampeana: terrenos tradicionalmente utilizados para campos mixtos de pastizales y ganadería son continuamente desplazados por granjas que cultivan sustento para vacas, trasladando el ganado al norte hacia tierras que deben ser deforestadas. A pesar de que las emisiones de carbono no son el principal problema de Argentina (están por debajo del promedio del G20), la degradación de tierras que actúan como absorbentes de emisiones de carbono representa una enorme amenaza a la salud ambiental tanto local como global.

En Argentina, la decisión de adoptar biotecnología y el uso de agroquímicos fue fundamentada por una falta de investigación científica sobre los impactos que tendría sobre el ambiente un nuevo y radical modelo. Pero la evidencia se amontonó deprisa. Tal y como señalo el investigador Pablo Lapegna en su libro La Argentina Transgénica (2019), para comienzos de los 2000, científicos y activistas ya estaban dando alarma acerca de la deforestación masiva de los bosques nativos del norte argentino, la aparición de malezas resistentes y la degradación continua del suelo además de daños a la salud pública y contaminación de acuíferos por el uso intensivo de agroquímicos cada vez más tóxicos.

---

En San Andrés de Giles, Pablo Harari pasó los últimos seis años regenerando el terreno de su familia. Sus padres no eran campesinos, y cuando Harari tenía siete años dejaron la propiedad y empezaron a alquilarla a productores de soja. Los intensos métodos de cultivo destruyeron la tierra, arrasando con praderas naturales, eliminando nutrientes y compactando el suelo.

“Me tiré bastante de la cabeza a un proyecto que, ahora que sé más, era bastante arriesgado”, cuenta Harari. “Llegué a un campo que había quedado ocho años abandonado después de muchos años de usar la tierra para crecer soja transgénica. Vine con ideas más de permacultura y autosustenta, pero rápidamente la realidad me voló de un cachetazo. Gasté mis ahorros para invertir en cosas básicas y para seguir invirtiendo en cosas como luz o un vehículo, y necesitaba generar dinero. Ahí se fue formando nuestra granja Cara Negra.” 

Harari predica la escuela de la agricultura regenerativa, un método de cultivo diseñado a principios de los ochenta por Robert Rodale, quien rechazaba el uso de pesticidas y fertilizadores sintéticos. El movimiento busca respuestas contra la deforestación progresiva, el monocultivo y las prácticas agrícolas que gravitan casi exclusivamente en agroquímicos tóxicos que destruyen los ecosistemas del suelo. La esencia de la ideología es la captura de carbono a través de la regeneración de la capa superficial del suelo, la biodiversidad y el ciclo hidrológico, los cuales no solo crean campos más sanos sino también suelos más fuertes que pueden aportar en la lucha contra la crisis climática. La tierra contiene tres veces más carbono que la atmósfera, pero a medida que el estado del suelo se deteriora, el carbono se fuga. Hoy en día el Rodale Institute está trabajando con granjeros de todo el mundo, enfocándose especialmente en restaurar regiones que hayan atravesado un proceso de desertización o estén bajo riesgo de hacerlo.

La clave de la agricultura regenerativa está en estimular ecosistemas saludables. En Cara Negra crecen una amplia variedad de hortalizas junto con gallinas y ovejas, las cuales rotan a lo largo de la granja y son fundamentales en el proceso de controlar el crecimiento del pasto y restaurar la diversidad del suelo. Las rotaciones diarias aseguran que las ovejas no coman las plantas o allanen una zona particular de la granja, sino más bien que coman lo que hay en su alrededor y contribuyan al crecimiento de plantas más fuertes que mejoren la calidad del suelo. Según Harari, las granjas vecinas que practican métodos tradicionales de cultivo precisan comprar alimento para sus animales, mientras que Cara Negra tiene un excedente de pastizales naturales además de hierbas y vegetales plantados.

Mientras sigamos reforzando estructuras que consideran la devastación ambiental como una consecuencia inevitable para nutrir la economía, más difícil es imaginar un cambio de modelo económico arraigado a la agricultura sustentable. La granja de Harari ejemplifica esta realidad: hasta hace poco, Cara Negra era en gran parte autosustentable, con un modelo de negocio que se asemejaba a un programa de cultivo sostenido por una comunidad de voluntarios. Luego de una fallida búsqueda de dos nuevos socios para expandir la estancia y convertirla en una granja y restaurante, decidió no sembrar este verano y mudarse en enero a Alemania para continuar aprendiendo sobre modelos de cultivo regenerativos. El futuro de la granja está en estado de suspenso. “Para que este tipo de modelo funcione, hace falta una cohesión de gente y habilidades”, explica Harari. “Es un trabajo muy complejo en un país donde es difícil de emprender.” 

Harari alude a una traba que los productores, tanto los grandes como los pequeños familiares, enfrentan a la hora de incorporar métodos de agricultura sostenible a cualquier escala: la ausencia de redes formales de productores, inversores y agrónomos para compartir desde información hasta financiamiento.

---

De vuelta en el campo San José, Colagioia y su padre continúan transformando sus 250 hectáreas de terreno. Aunque los resultados de cambiar a un modelo convencional fueron inmediatos, el giro al modelo original agroecológico es un compromiso a largo plazo.  Hasta ahora, San José mantuvo la rentabilidad reduciendo el uso de agroquímicos y fertilizantes de a poco, financiando su transformación con la renta que daba las partes de la propiedad que los seguía utilizando, y así bajando la proporción del último.  Luego de cuatro años de trabajo, la granja pudo reducir su uso de agroquímicos de un 100% a solo un 25%. Algunas partes de la tierra ya cuentan con condiciones de suelo proclives a que los pastizales naturales regresen y sean lo suficientemente robustos como para que el dúo no tenga que renovarlos todos los años.

Pero todavía están a años de transformar el rancho en un negocio plenamente agroecológico, un modelo similar al cultivo regenerativo, con la principal diferencia de que la primera tiene un componente social explícito.

“La misma necesidad de innovar que tenía mi papá y que le hizo cambiar nuestro campo es la razón por la que me mandó a la universidad a estudiar agronomía”, cuenta Colagioia. “Siempre quiso innovar. Ahora entendemos que hay que innovar y generar un cambio de modelo, no sólo lo que producimos pero para qué y para quién. Por eso hay que hablar mucho sobre desarrollo territorial, la producción de alimentos sanos y la soberanía alimentaria. No se los puede separar.”

Argentina tiene un gran problema agrícola. La solución no es simplemente volver a viejos modelos de producción, sino más bien replantear un nuevo enfoque socioeconómico político y psicológico que ponemos sobre la agricultura hoy en día. Para incorporar modelos más sustentables es necesario reconfigurar la manera en la que comemos localmente como sociedad y aportamos a la cadena alimenticia global como país. El desafío consiste en cambiar nuestra percepción de la agricultura como símbolo de capital y desarrollo, alejándonos de la relación frívola que tenemos con la tierra y acercándonos a quienes trabajan y se alimentan de ella.

MATAMBRE está sostenido por sus suscriptores. Si querés apoyar un periodismo libre e independiente, suscribite desde 100 pesos mensuales.