Galería Boston: Empanadas y modernismo desapercibido en pleno Microcentro

texto y fotos por Nadia Petrone

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Los porteños evitamos la calle Florida. Salvo que sea estrictamente necesario caminar por ahí, preferimos otras vías alternativas. Cerrada al tránsito vehicular desde 1971, es la calle peatonal más famosa de la ciudad y durante décadas fue la más elegante y concurrida, tanto que supo albergar la primera y única sucursal de Harrods.

En su poco más que 1 km de extensión se solapa la “City Porteña”(centro financiero e institucional de la ciudad) con las cercanías del casco histórico. Los viajeros entusiastas por conocer esta área tradicionalmente turística se mezclan con los habitantes locales, mayormente oficinistas que trabajan en la zona y que la toman por sentado.

Es que antes de la proliferación de los Shoppings a fines de los ‘80, el lugar predilecto de compra de los porteños eran las grandes avenidas o esta calle peatonal. 

La relativa tranquilidad que supone una calle sin circulación de autos es interrumpida por decenas de “Arbolitos”, nombre folklórico para referirse a los cambistas de monedas extranjeras (práctica técnicamente ilegal que se ofrece a viva voz). En el centro de la peatonal hay varios quioscos de venta de diarios y revistas, donde escasean las publicaciones impresas y en cambio se venden posters de Messi o del Papa Francisco, nuestras máximas celebridades for export.

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Mi destino final en la calle Florida es la Galería Boston. Allí, al igual que en otras tantas antiguas galerías comerciales cercanas, parece que el tiempo se detuvo hace más de 50 años. Los accesos de algunas se camuflan entre las vidrieras de negocios vecinos más llamativos, dejando olvidados estos grandes espacios que penetran las manzanas y solían estar poblados de tiendas de lo más variadas. Solamente en el kilómetro que ocupa la peatonal hay un total de 17 galerías y muchas más en las calles aledañas. 

Apenas a unos metros de distancia, casi enfrentada, se encuentra la indiscutida estrella de la cuadra; la célebre Galería Güemes que deslumbra con su estilo Art Nouveau y sus mármoles y bronces de inicios del siglo XX. Además del atractivo puramente edilicio, tiene el condimento de una anécdota pintoresca y algo inverosímil; fue hogar del escritor Antoine de Saint-Exupéry y su mascota, un cachorro de foca que vivía en la bañera de su departamento. 

En cambio, la Galería Boston con sus encantos más moderados, es desconocida por muchos. Casi todas las letras intercambiables de la pizarra ranurada que hay en el ingreso ya se desprendieron. En esta cartelera alguna vez se expusieron los nombres de los comercios ubicados en cada uno de sus tres niveles. Hoy en día, la mayoría están desocupados desde hace años y nada parece invitar demasiado al ingreso de los transeúntes.

Fue inaugurada a principios de la década de 1960 y su atributo más valioso constituido por tres grandes murales con figuras en bajo relieve, pasa desapercibido. El autor es un artista argentino multifacético llamado Héctor Julio Páride Bernabó, conocido como “Carybé”, apodo que recibió en Brasil donde fue más prolífico y reconocido que en su tierra natal. 

Como una analogía con el ADN de la Ciudad de Buenos Aires conviven “La Güemes”, reminiscente de construcciones europeas y “La Boston” que, pese a su nombre sajón y su arquitectura moderna, celebra la esencia latinoamericana en sus muros.

A pesar de su patrimonio artístico, la principal razón que tienen muchos para visitar la Galería Boston son unas empanadas catamarqueñas de culto. La Cocina, así se llama este local ubicado en la planta central, hace rato dejó de ser un secreto a voces entre los trabajadores de la zona, en parte gracias al renovado auge de los bares y cantinas vintage en las redes sociales.

Comparadas con otras casas de empanadas, la oferta de sabores de La Cocina es tradicional y por tanto limitada, pero dicen que los que las prueban ya no quieren volver a comer unas diferentes. 

Son las 12 del mediodía en punto y antes de que se forme la fila de habitués, pido la mítica Pikachu, una empanada creación exclusiva de la casa, que combina queso y cebolla agridulce con un toque picante y que se sirve en plato de acero inoxidable. Para disfrutarlas, hay mesas distribuidas en el pasillo que a su vez conforma un hall central con balcones, en el que se comunican y visualizan todos los pisos de la galería. 

Por un momento, a medida que se empiezan a poblar las mesas y el ingreso al local, la galería recobra vigencia y es inevitable la comparación con los Shoppings, artífices de su sentencia al eterno limbo comercial.

El Shopping es el “no lugar” por excelencia. Al menos lo era allá por 1992 cuando el antropólogo francés Marc Augé acuño este término en el libro llamado precisamente “Los no lugares” para describir los espacios urbanos sin identidad, sin vínculo entre las personas deambulantes que ayuden a definirlos.

Más allá de esta mirada antropológica que suena un tanto desactualizada, es cierto que al menos a simple vista, los Shoppings se parecen bastante en todas partes del mundo. Nos conquistaron con sus amplias áreas de circulación hiper iluminadas, altísimos techos vidriados y la integración espacial de múltiples niveles conectados por escaleras mecánicas y ascensores transparentes. Las vidrieras impolutas, meticulosamente diseñadas, aspiracionales al máximo.

En estos centros comerciales lo que prima es la abstracción de la calle, de sus olores, de sus ruidos, del clima. Son un refugio en nuestra ciudad y  también cuando nos encontramos en ciudades desconocidas. En la familiaridad de estos “espacios del anonimato”, como los llamaba Augé, parece que nos sentimos seguros.

Como fenómeno más reciente de globalización, experimentamos una proliferación de mercados gastronómicos, que en búsqueda de convertirse en un atractivo turístico y masivo, dejaron de lado la mayoría de sus puestos tradicionales para ser reemplazados por ofertas más a la moda. Edificios centenarios como el Mercado de San Telmo, se mantuvieron sólo a modo de cascarón y adoptaron una apariencia cosmopolita en su interior. Desde hace tiempo el mercado ya estaba apartado de su concepción original, y en vez de abastecer de productos de primera necesidad, se encontraba repleto de locales de antigüedades, rubro por el que es conocido turísticamente el barrio. Quién sabe, tal vez pasados los años, las nuevas generaciones también percibirán como auténtica esta nueva propuesta.

Afortunadamente, en muchas de las añosas galerías comerciales la gentrificación no sucedió, tal vez porque su estructura se mantuvo inalterable frente a la mutación constante que propone la dinámica mercantil contemporánea. El precio a pagar es que esta tipología quedó casi obsoleta. 

En sus tiempos de esplendor (entre los años 1950 y 1980) varias de las características que hoy me atrapan de estas galerías eran la regla. Frisos, murales y esculturas jerarquizaban las paredes despojadas y sin ornamentación, propias del modernismo. Los pisos con escallas de mármol o con diseños realizados con la técnica “terrazzo”, los techos abovedados, los pasillos laberínticos, las vidrieras con el nombre del local pintado a pincel eran moneda corriente. 

En la actualidad lo que las hermana es la gran cantidad de locales vacíos y el poco caudal de visitantes. La dualidad devino en su esencia; son lugares ante todo ambiguos, feos pero lindos simultáneamente. Estuvieron llenos de vida en el pasado pero ¿serían hoy tan fascinantes si se los aggiornara?

Si en gran parte las características que hacen único a un sitio se construyen con las personas que interactúan con él y dentro de él, nos encontramos frente a una identidad desoladora. Las personas no están lejos, caminan a escasos metros ignorándolo todo. Lo que una vez fue una extensión del comercio de las calles, un paseo al reparo de la lluvia o hasta un punto de encuentro social, es invisible. 

Pasear por estos pasillos desérticos no es para pudorosos; las miradas curiosas de los dueños o empleados de los locales se posan sobre uno, no entendiendo del todo el porqué de la visita. Esto sucede especialmente, si uno deambula contemplativo, sin la búsqueda de un destino en particular.

Por eso, más que por la gente que las frecuenta, su carácter se define por las ruinas de tiendas abandonadas. También por las pocas que, bastiones de las costumbres de otras épocas, siguen funcionando allí desde hace décadas: cerrajerías, peluquerías, modistas, boliches y cafetines, tapiceros, servicio técnico de electrodomésticos y hasta estudios jurídicos o agencias de viajes. 

Dos mundos avanzan paralelos pero antagónicos, los comercios primitivos coexisten con otros que tienen inquilinos recientes, que se sienten a gusto con la discreción y bajo alquiler que ofrecen las galerías. Algunos incluso están ocupados por rubros que cuando estos paseos abrieron sus puertas ni siquiera existían, como despacho de mercadería de venta online, insumos para el cultivo de cannabis o casas de cambio que operan con criptomonedas.

Pasaron varios minutos desde la hora pico de demanda en La Cocina y los oficinistas volvieron poco a poco a sus tareas. La Galería Boston recobró su quietud habitual, a la que está condenada desde hace tantos años que pocos la recuerdan a menos que se les antoje un rico plato de empanadas. No todas las galerías tienen la suerte de contar con tantas visitas, aunque más no sean fugaces. Las venturosas, son como esa abuela que vive sola en su casa de la infancia y se rejuvenece con cada interacción humana, por más que sean esporádicas.

No sé cuál es el futuro de las galerías. No las imagino adaptadas a un uso más relevante para las necesidades de esparcimiento y comercio vigente. En cambio, siento que, despojadas de todo su valor comercial y colmadas de valor simbólico, son museos que albergan un patrimonio artístico y cultural que está cautivo, esperando a ser redescubierto. 

No quiero que desaparezcan, pero tampoco quiero que se transformen. Quiero que existan como túneles en el tiempo, siempre abiertos, para quien quiera perderse en ellos por un rato.

Nadia Petrone. Licenciada en publicidad apasionada por todas las disciplinas del diseño. Camino por Buenos Aires buscando arte escondido en casas y edificios, con hincapié en las corrientes modernas, patrimonio que muchas veces pasa desapercibido. Comparte lo que descubre en su instagram, Las Casitas De Nadin.

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