El sabor de lo que no existe

por Lucía Cholakian Herrera

ilustraciones por Milagros Brasco

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Aprendí lo que era Aintab hace algunos años cuando, un mediodía en lo de mi familia, mordí un sarmá y quedé atónita. Mi viejo reparó enseguida lo que no estaba pudiendo hilvanar: sí, el sarma de Aramé, local de comida armenia en Olivos, tiene el mismo sabor que el sarmá de la abuela. “Son de Aintab también”, me dijo papá. Yo tenía referencias vagas del lugar del que habían llegado mis bisabuelos hace ya casi 100 años, pero no sabía que ese origen tenía sus propias reglas de sabor. Pensándolo después, lo asocié con las variedades de empanadas en el noroeste argentino: yo no sé si un extranjero podría distinguir una tucumana de una salteña, pero no hacerlo siendo local sería motivo de cancelación. 

Si googlean Aintab, el primer resultado que van a encontrar es la página de Wikipedia de Gaziantep, una ciudad enorme al sur de Turquía, en la frontera con Siria, muy cerquita de Alepo. Si hacen zoom out en el mapa, con un poco de paciencia, van a encontrar Armenia. Su capital Ereván está a 232 kilómetros hacia el noroeste: una distancia que para una porteña es poquito, una escapada de fin de semana, pero en las dimensiones de la región es considerable. La entrada de Wikipedia reza: “Los árabes, los selyúcidas y los otomanos la conocían como ʿAintab o Aïntab. El Parlamento de Turquía le otorgó el título de Gazi ("guerrero victorioso") el 8 de febrero de 1921”. Un par de clicks más los van a llevar a otro artículo, esta vez escrito por armenios, que cuenta otra historia: aquel 8 de febrero de 1921 fue la última batalla que libraron los armenios de Aintab luego de un enfrentamiento de diez meses en la tierra, una epopeya que culminó con la victoria a mano de  los turcos y significó el destierro de los armenios de Aintab, su hogar, y el fin de la existencia de ese territorio como territorio propio.

Mi bisabuelo Ohannes Haleblián dejó una carta, un relato, sobre su llegada a Buenos Aires en 1923. Él fue de los desterrados aintabsís, y las historias que conozco sobre él incluyen meses caminando en el desierto, sometimiento por parte de los turcos y otras tragedias que no voy a repetir. En el texto en el que habla de por qué vinimos a Argentina, describe una llegada a un puerto frío y húmedo, con hambre y sin agenda de amigos, sin un cobre ni guía, y una escena descorazonadora: el rechazo del Hotel de Inmigrantes a él y su familia por no tener acuerdo con “su gobierno”, el de Turquía, a diferencia de las historias de muchos bonaerenses con origen italiano o español, que refieren su primer salvataje en esta tierra recordando la acogida de sus antepasados a aquel hotel. 

El pasaporte de mi bisabuelo, como encontramos hace poco con mi viejo desarmando la casa de mis abuelos, decía eso, que Ohannes era turco. También lo eran su mujer y los hijos que llegaron con él a la Argentina, a pesar de estar muy lejos de sentirse como tales. Toda esta violencia continúa, porque en el mundo poco más de 20 países reconocen el genocidio armenio. (La escritora Ana Arzoumanian dice en uno de sus libros: “en la medida en que no haya sentencia sobre un genocidio hablamos de un crimen crónico (...) al no ser juzgado no cesa de suceder”).

Cuando llegué a comer a Aintab Dun -”casa de Aintab”-  hace algunas semanas, me presenté como Lucía Cholakian y rápidamente comenzaron las preguntas: hija de qué Cholakian, nieta de qué Cholakian, sobrina de qué Cholakian. No somos tantos, pero mi familia se desperdigó y tengo una tía ilustre del coro armenio que al parecer es amiga de todos. También hay una fábrica de muebles Cholakian que es de uno de mis tíos segundos y tiene un edificio muy elegante en Avenida Libertador. Pero yo soy de la rama Cholakian de los cholakianes aporteñizados, de esos que no siguieron en la colectividad, de esos que apenas pueden pronunciar los nombres de los platos. Los Cholakianes del asado, el fútbol y el peronismo: ineludiblemente armenios en su aspecto, decididamente argentinos en su carácter. Pero al apellido no se le escapa. 

El mundo en el cual que yo me socialicé cuando empecé a hacer mi vida en Buenos Aires siempre estuvo dividido, a grandes rasgos, en tres grupos: los descendientes de tanos, los descendientes de españoles y los descendientes de judíos. Casi todos mis amigos tienen una o la otra, algunos más afianzados. Yo soy 50% armenia, y mi apellido lo grita. Ni tana ni gallega. Apellido raro, poco glamour en la ascendencia, ningún pasaporte que perseguir. Pero no hay vuelta en la que no mencione el origen de mi apellido (generalmente la acción que sigue inmediatamente al deletrearlo, operación que realizo con frecuencia) y la respuesta no sea una alusión a la comida armenia. Ahí me siento la más sofisticada de todas. La comida armenia es prácticamente alquimia y tenacidad, y es hasta el día de hoy mi único cable a tierra verdadero con el origen de mi familia. 

En esta gastronomía los ingredientes en general son pocos: carne (de cordero, idealmente), trigo burgol, morrones, cebolla, harina blanca, algunas otras legumbres y grasa (como sea, acá se usa mucho la manteca). Pero la carta de comida armenia for dummies es gigante: desde el shish o el lasmayún como piezas autónomas para comer con la mano hasta los platos más complejos, como los köfte, que de lejos parecen sopas o guisos y esconden trampas casi lisérgicas de sabor; yo creo que hay un plato armenio para cada persona que quiero y eso es porque, de verdad, hay para todas y todos.

Ir a uno de los almuerzos o cenas de Aintab Dun es hacer un intensivo por la cocina armenia y la particularidad de los sabores aintabsíes.  Zeda, la cocinera desde hace 10 años, de origen sirio y aintabsí, trabaja desde temprano preparando plato por plato. Escucha mal y en general da las respuestas en armenio. Hace todo con sus manos, con una habilidad marciana: se mueven rápido, sin un algoritmo, pero no cometen un error. Todo va donde tiene que ir, todos los platos están prolijos, todas las piezas tienen el mismo tamaño. Mientras Zeda hace la danza de los platos con su estilo de pulpo enumera los condimentos que siempre están en los platos armenios: pimentón, comino, ají molido, pimienta negra común, mucha menta. 

Para la entrada arma unos platitos con trigo y morrón que sirve desde una olla enorme, unos bocados de arveja procesada, el hummus, una picada con aceitunas, bastermá y queso feta y el polemiquísimo keppe crudo, que es ni más ni menos que carne picada finísima y totalmente cruda, servida con cebolla y morrón, también crudos. (Sobre este último, una disgresión: soy una persona muy quiquillosa con la cocción de la carne, y en un asado siempre molesto al asador pidiéndole que deje mi corte un ratito más al fuego. Pero algo en mí con el keppe crudo se apaga, o, mejor dicho, enciende: olvido todos mis pruritos contra la carne roja y me zambullo en el bocado de la carne totalmente cruda, como si estuviera mordiendo al mismísimo animal sentado en mi plato). 

El encuentro de la gastronomía armenia en Argentina se parece más a un casamiento o una fiesta de 15 que a una propuesta de restaurant. Generalmente se da en casas o chiringos chiquitos, y se organiza como se organiza la comida en la cultura armenia: una mujer, acompañada de varias asistentes, trabaja en silencio y sin trastabillar. Aintab Dun, que pertenece a la Unión Patriótica de Armenios de Aintab, funciona así también. Orlando Ibichian, su presidente, me explica mientras Zeda hace lo suyo que las cenas se hacían los jueves previo a la pandemia, las mesas eran largas y todo se compartía. La gente comía junta. El COVID llevó a que las mesas se separaran, aunque la comunidad se nota cuando, entre plato y plato, los comensales (sobre todo los varones, que sin ninguna excepción me recuerdan mucho a mi abuelo Armen) salen a fumar al patio y conversan entre sí.

Cuando pensás que no podés comer más llega el plato principal, que varía según la fecha, y el sábado en el que los visité tocaba köfte iaghené. Es un plato, según me explicaron, 100% aintabsí: no se come en ningún otro lugar de comida armenia. Es una sopa con base de caldo de pollo con unas mini albóndigas de carne picada y trigo con, atención, un centro de manteca y nuez. Al caldo se le echa yogur, y el sabor es celestial: una fusión entre el ácido del yogur abrigado por la temperatura del caldo, la explosión de la manteca en una carne de por sí tiernísima, el encuentro con la nuez. Como con el sarmá de Aramé, al probar el köfte iaghené de Aintab Dun tuve un viaje, pero esta vez el sabor me llevó a un recuerdo sonoro: la voz de mi abuela que con su voz estridente me llamaba “Luuuu-lii” cada vez que quería describirme una receta por WhatsApp. “Luuuu-liiii”, la carne tiene que estar picadísima”, me había dicho hace unos años cuando yo había intentado hacer la sopa de cuftá (como llamaba yo al plato). Esa vez me salió perfecta, laburé horas con mi hermana y el esfuerzo valió la pena, pero nunca la volví a hacer. 

El recuerdo se irrumpe con una mano en mi hombro. Orlando se acercó a mi mesa mientras arengaba a quienes estaban sentados en las del fondo. Yo, que creía que ya iba siendo la hora del cafecito, recordé que el cafecito jamás llegaba cuando yo lo suponía en la mesa de mis abuelos. Con los ojos iluminados de adrenalina gastronómica, mi abuelo Armen siempre redoblaba la apuesta. Al parecer está en la genealogía, porque Orlando nos indicó que nos levantáramos con los platos y siguiéramos a los demas. El desfile llevaba a un cuarto en la entrada del establecimiento donde se cocinaba el siguiente paso: shish kebab a la brasa. “Este es el único lugar donde van a ver esto, ¡saquen fotos!”, decía acompañado de sus paisanos. La gente sacó fotos, yo me armé de valor.

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Las generaciones como la mía ya son 100% argentinas. En particular, en mi familia, la argentinidad es un rasgo reivindicado con orgullo. Las mayores tuvieron más dificultades para integrarse, sobre todo por el idioma y las costumbres, pero eso también quedó atrás. 

Todos los recuerdos de mi infancia están atravesados por el tiempo en la cocina con mis viejos, sobre todo con mi papá: su espalda con el delantal atado, la mano cortando algo, los brazos viajando de la olla a la sartén. Una copia exacta de lo que hacía mi abuela, que cocinó hasta que se cansó, literalmente. La trabajosidad de la comida armenia es parte de su sabor. Hay algo que perdura de ese saber en las ganas en las manos, en la promesa futura, en vínculo que también se cocina desde las horas picando algo sobre la tabla hasta el crack de la nuez que cierra el sentido, y pienso que quizás esa es la tierra que tenemos ahora, ese es nuestro pequeño Aintab. La forma de ser argentinos con ascendencia armenia que tenemos hoy. La más interesante, la más íntima, la más deliciosa.



Lucía Cholakian Herrera. Es periodista freelance, guionista de podcast, y aficionada de la comida Vive en Buenos Aires con un escritor y una gata. Se pueden encontrar su trabajo acá.

Milagros Brascó. Es ilustradora y diseñadora gráfica. Su trabajo en general ronda la gastronomía. Se crió y trabajó mucho en restaurantes. También estudió sommellerie de vinos. La podés seguir en Instagram.




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