¿Cómo debería ser el futuro del periodismo turístico?

Parte II en una serie continua.

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El agua estaba marrón por el barro y el caminito, que llegaba tan lejos como mis ojos alcanzaban a ver, serpenteaba junto al Río Paraná. Había parado para pasear el día en la ciudad de Santa Fe, al noreste de Argentina, para pasarme la tarde comiendo y bebiendo. Recorrí el ramble bien lento, no tanto para contemplar el paisaje sino para que no me suene la cadera después de seis días de cocinar parado. A medida que el sol de la tarde despedía la neblina de la mañana, de a poco empezaron a aparecer los que salen a correr, y me sentí un poquito celoso de su agilidad, viendo cómo mis pies se empezaban a acalambrar y mi cuello se tensaba después de pasar días a pie. 

Estaba en una parte remota de la ciudad, lejos de donde me había dejado el colectivo, pero no me molestaba caminar para llegar hasta lo que me habían pintado como un restorán de ensueño a la orilla del río, que servía pescado local, sacado de las mismísimas aguas que podría ver desde mi mesa. Un lugar que nunca habría encontrado sin un poco de data que me tiraron los locales. Para mi consternación, después de una hora caminando, estaba cerrado. Este fue el tercero de mis tres golpes de mala suerte. 

Llegué a Santa Fe desde Paraná, que los separa un río y un viaje en cole de media hora, donde había pasado la semana escribiendo y craneando recetas. Ahí, la escena de comida y bebida era de la vieja escuela, o en palabras de mi anfitrión, una gastronomía "primitiva" de la onda de bife y papas fritas. Cada día recorrimos verdulerías en la ruta y compramos pescado fresco en el barrio de pescadores y armábamos asados bastante verdes acompañada con pescado. 

Probamos hacer fuego de todas las formas habidas y por haber: un asador improvisado que hicimos en la playa, una parrilla tradicional, una chimenea en el living y un agujero en el piso hecho con un tambor de lavadora reciclado. Aprendí acerca de las especies locales de pez, hablé con pescadores de la sobrepesca y el desigual acceso al agua, y pasé por los caminos rurales en las afueras de la ciudad buscando granos de pimienta nativos y rúcula silvestre. Fue exactamente el tipo de viaje que siempre espero encontrar: tranquilo, pausado y lleno de un profundo aprendizaje. El tipo de situaciones que nacen a partir del equilibrio entre leer y planear con anticipación, y dejar que el viaje tome vida propia; permitirme ser el pasajero. 

El primer día nos sentamos a orillas del Paraná a pescar el almuerzo. Ayudé a sacar a los peces del agua, observé cómo los destripaban y los lavaban con la misma agua de la que salieron, y ayudé a prepararlos para la parrilla. Sus músculos se retorcían bajo mis dedos mientras les agregaba ajo. Fue un momento desafiante para mi entendimiento de la comida: lo fácil que es quitar una vida con el propósito de sustentar la mía, hasta que esa vida me mira directo a los ojos. Me pregunté qué pasaría si esta fuese la única forma de comer carne. Rezamos en silencio y le agradecimos al río su generosidad. La experiencia entera fue algo mágico. 

¿Viajar no se trata de eso? ¿Una oportunidad para salir un rato del confinamiento de la normalidad que cada uno construye?

Así y todo, ese sentimiento de querer más no paró de perseguirme: necesitaba explorar y descubrir tantas cosas nuevas como pudiera; necesitaba encontrar otra nota para escribir; necesitaba complacerme. Y fue en esa búsqueda consciente de placer que tuve mi tarde más mediocre. El día terminó con un almuerzo tardío con sabor a sobras, una pinta en una cervecería que no se podía decidir entre pasar una proyección de El Conde de Montecristo en la pared o hacer que suene un cover reggaetonero de Miley Cyrus, y por último una galletita pasada en azúcar que me daba un poco de asco comer mientras caminaba (en dirección contraria) de vuelta a la estación de colectivos. Santa Fe fue mi objeto, complacerme fue su deber y falló rotundamente. 

Estuve pensando mucho acerca de la forma en que los medios de turismo nos condicionan a ver a los destinos como una mercancía. Como si viajar fuese completar una lista de compras. La forma en que el turismo moderno nos enseña a no ver realidades complejas, sino una versión de un lugar fácil de digerir y vender (por ejemplo, Street Food y Someone Feed Phil y sus recuentos racistas de la historia gastronómica de Buenos Aires). La mercancía está pensada para satisfacer a la mayor cantidad de gente posible y por ende, el turismo moderno está diseñado de forma que terminamos teniendo la misma experiencia, sin importar dónde estemos en el mundo. El denominador común es nuestro propio placer. ¿Podemos autocomplacernos y respetar al mismo tiempo? ¿Cómo pueden los medios acompañar ese cambio cultural? ¿Cómo pueden empujarnos a entender un poco sobre la esencia de un lugar y no simplemente buscar lo que el lugar nos puede proveer?

Es por esto que me vi tan afectado por la serie documental de Netflix "A pedir de boca". El conductor Stephen Satterfield (el cual muchos acá reconocerán por su trabajo en Whetstone Magazine) transgrede las reglas del género y persigue el legado de las cocinas panafricanas y el impacto que tuvieron a lo largo de la comida de todo Estados Unidos. Lo destacable de la serie no es solo que permite a un miembro de la diáspora examinarse a sí mismo, sino que no sigue una fórmula. No construye arcos narrativos que concluyen en una nota esperanzadora, ni pretende contar nada más que una porción de la historia, en el inmenso plano que es la humanidad, la inmensidad que conforma un país, una ciudad o una cultura. Satterfield observa, escucha y deja que hablen los demás. Él aprende, y nosotros también, un poco del lugar y mucho sobre nosotros mismos, nuestras historias compartidas, y sus increíbles diferencias. 

Me pregunto cuánta es la gente que vio el programa y lo considera como una serie de viajes; como una reflexión de cómo podemos guiarnos mejor en el mundo cuando estamos lejos de la comodidad de nuestras casas. Por cierto la comida es su lente pero no es el objeto del consumo de Satterfield. El conocimiento lo es.  

Claramente esta es una manera más difícil de viajar, accediendo a lo local, escuchando y aprendiendo. Requiere un intercambio cíclico. Uno donde el viajero no solo sea atendido sino que atienda a las necesidades del lugar. Ésto a mi entender es la definición de placer. Para mí, es un placer conocer a alguien nuevo, oír su historia, mejor si es con una comida y una copa de vino. Es un placer tomarse el tiempo para caminar por un sendero y recolectar rúcula y granos de pimienta nativos, y usarlos para cocinar comida del mercado local. Esto me es especial por su singularidad, desafía nuestro deseo sedentario de hacer que cada lugar que visitemos nos sea cómodo y uniforme, para en su lugar pintar una imagen mucho más genuina del mundo.

traducción de inglés por Bruno Müller

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