Recomiendo leer escuchando esto.

Buenos Aires es un plato de flan con dulce de leche y una cucharada de crema. Buenos Aires es una canción gritada sobre los chillidos de un bandoneón. Buenos Aires es una mesa chiquita sobre una calle muy transitada, preferentemente una esquina. A veces Buenos Aires es todas estas cosas al mismo tiempo; a veces, cuando el calor del verano azota mi piel y la humedad vacía el aire de mi pecho, me olvido que estas cosas existen. La felicidad me vuelve a invadir cuando las redescubro; como si fuese mi primer flan, mi primer contacto con el folklore, mi primer encuentro con amigos y unas botellas de vino.

Nunca sé bien qué responderle a los argentinos cuando me preguntan por qué estoy acá. “¿Te gusta Argentina?” Obvio, pienso, si te acabo de decir que llevo acá más de una década. Así y todo esta pregunta, que implica que vivo en un país que aprecio y detesto al mismo tiempo, de alguna forma me hace sentir aceptado, como un reconocimiento de mi adoptada argentinidad, mi comodidad con la contradicción.

Normalmente lo que respondo es que Estados Unidos no es perfecto, que allá tampoco es tan fácil vivir bien. Armo un discurso sobre la salud pública y la educación gratís. Preferiría decirles que me gusta la pizza y el vino, las librerías que están por todos lados, que puedo estar horas leyendo en un café y no pedir más que un cortado. Preferiría decirles que me gusta como los amigos se convierten en familia, que la vida de las changas y emprender constantemente porque nunca nada es estático, la veo como una virtud y no un castigo.

El verano antes de mudarme a Buenos Aires viví en un depto arriba del garage de mis abuelos. Durante seis meses tuve tres trabajos, normalmente dos en un mismo día, y me tomaba un domingo libre cada dos semanas. Cada noche me sentaba en mi escritorio y llenaba un mapa imaginario de la ciudad con todas las cosas que quería hacer, todas las comidas que quería probar, la música que vería en vivo, el arte que podría vivenciar de cerca. Bailé solo con este mixtape de  Chancha Via Circuito tantas veces que si de verdad fuese un cassette, probablemente se hubiera prendido fuego de tantas veces que lo escuché.

Vincent Moon grabó este video musical el mismo mes en que llegué y lo lanzó unos meses después. Ese año fue difícil. Mi abuelo falleció, mi cuñado se quitó la vida y a mi mamá le diagnosticaron cáncer de mama. La manera en que Moon capturó a Tomi Lebrero cantando Cuando a caballo me llegó, era exactamente el tipo de nostalgia que quería que me abrazara en aquel momento. Esa era la ciudad que quería conocer, los amigos que quería tener.

no me despierten pues quiero soñar / 

que al besarte me vuelvo otra vez / 

a nuestro amor y soy niño otra vez

Le mostré ese video a todo el mundo y pregunté si alguien conocía el lugar; si reconocían el calzoncillo enmarcado, colgado en la pared de azulejos azules; si alguna vez habían visto al hombre de la melena blanca parado en el rincón de la cocina. Pasaron meses sin una sola pista.

Después de una larga cadena de casualidades, al fin llegué. El hombre de pelo blanco era Julio, y el lugar era Lo de Julio. Esa primera noche compartí mesa con Jorge, un policía que hojeaba por un cuaderno infinito lleno de dibujos, más que nada de caballos, que dibujaba febrilmente noche tras noche. No sé dónde estarán pero hay fotos de mis amigos y yo, usando el chaleco antibalas y la gorra de Jorge. A él le gustaba contar la historia de un curador del MALBA que una noche vino a comer y le compró uno de sus cuadros. “No soy un policía”, decía Jorge, “Soy un policía con un cuadro colgado en el MALBA”. Nunca supe si la historia era verdad o no, pero a quién le importa si fue.

Hubo taxistas cuyos nombres ya olvidé hace rato, artistas, viajeros, gente con mucha plata, gente que de pedo llegaba a fin de mes, padres de expatriados con caras de asombro y de alerta, hippies con osde, hippies sin. No había jerarquía. 

Las puertas abrían cuando a Julio se le cantaba. El menú era siempre milanesa con fritas. De vez en cuando había pollo asado, decorado con puerro y manteca, o tortilla de papa si Julio se sentía particularmente altruista. Siempre hacía ensalada con lechuga, trozos grandes de tomate y cebolla que eran casi siempre demasiado ácidos. Empezaba a cocinar cuando le pintaba y normalmente comíamos a eso de las doce de la noche. Que te deje servirte un fernet o agarrar una botella de birra de la heladera era todo un honor, nivel desbloqueado. Había un libro de Kabbalah que te decía tu futuro y un fantasma que vivía en el sótano donde dormían Julio y Jorge. Todo era parte del show. Si estabas dispuesto a aceptar a Lo de Julio exactamente como lo que era, eras bienvenido.

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Julio tenía el don de ver a las personas. Te podía mirar habiéndote conocido recién y entender tus trozos más íntimos, cosas que capaz no te decís ni a vos mismo. Podía articular exactamente lo que necesitabas escuchar, a menudo en una sola oración. Fue el primer lugar donde me sentí bienvenido. El primer lugar donde sentí que realmente había visto Buenos Aires. El primer lugar donde sentí que Buenos Aires me vio a mí. Para la mayoría de la gente que conocía, yo era una curiosidad, como una muñeca, pero para Julio no era más que otra pieza en su elenco de personalidades.

Lo de Julio fue el primer lugar donde cociné tacos para un público fuera de mi propia casa. Hasta donde sé, soy la única persona a la que le permitió tocar su cocina. Se negó a dejarme usarla de nuevo. No porque haya hecho algo mal, sino porque él sabía que yo necesitaba ese empujoncito, que tenía que darme y después quitarme para que yo dé ese próximo paso. Y así también es el ritmo del país; el único constante es que todo siempre cambia, lo que está hoy no estará mañana. Pasaron años hasta que me di cuenta de lo que me había dado. No sé si él alguna vez se dio cuenta de lo que me había regalado.

Muchos vecinos destrataron a Lo de Julio. Con frecuencia llamaban a la policía para cortar la música, pero no creo que fuera el ruido lo que les molestaba. Para mí esos vecinos quejosos son de otro Buenos Aires, son de un Buenos Aires que no existe, un Buenos Aires indignado que existe en la negación de la realidad. Les molestaba ver a alguien que era fiel a sí mismo y a este lugar, fiel al lugar que ambos pertenecían en este mundo, que actuaba con total libertad, que aceptaba a todo el mundo, que dejaba de lado lo que significa ser un viejo en un barrio cheto. A Julio le importaba una chota lo que conllevaba tener un bar, no atendía a las expectativas de nadie más que a las suyas. Para mí, Lo de Julio era Buenos Aires, una esencia que solo puedo intentar poner en palabras: la franqueza de la gente; la espontaneidad como rutina; sacar charla con cualquier persona; el idioma que se comparte entre todos, más allá de tu posición social, a través de la comida, la crisis, el calor, el ritual, la viveza criolla; la belleza de la suciedad y la imperfección de un lugar que tuvo y tiene vida; las contradicciones que se exhibe con orgullo, que jamás se esconde. 

Ahora me doy cuenta que quizás llegué tarde a la fiesta. Que los vecinos quejosos avanzan cada vez más. Su ciudad vana e insípida. Muchas veces una imitación de sí misma. Cadenas de cafeterías, cadenas de pizzerías, cadenas de librerías. Una ciudad ​​indistinguible y impersonal. Esto no es Buenos Aires y jamás lo será. 

Unos meses antes del covid fui a verlo tocar a Tomi. Por poco no fui. Llovía fuerte y todos nos amuchamos abajo del toldo roto. El agua goteaba entre nosotros. Jugué con su gato, Bienvenida, que corría entre las plantas que separaban el restaurante de la calle y del resto del mundo. Me le presenté a Tomi y le dije que había ido a verlo tocar una media docena de veces, pero que verlo tocar en esa cocina significaba algo muy especial, como un cierre de un ciclo. Terminó el set con Cuando a caballo y todos cantaron juntos la parte del final, la lalala lalala lalala. 

No sabía que esa iba a ser la última vez que visitara a Julio. Dejé de ir durante la pandemia. De repente su vida se puso a la altura de su salud , y no me sentía cómodo cruzándome con él. Falleció hace unos meses. A su velorio llevé trufas de chocolate, el postre que hice la vez que le cociné, las trufas que tanto le gustaron. Hubo charlas sobre recrear Lo de Julio: un café o bar que no deja que muera su presencia. Obvio, pensé, eso es imposible. Sonreí, asentí y juré nunca volver. 

El bar ahora es una cafetería de especialidad; la quinta en abrir este año en el barrio. Supuestamente es un homenaje a Julio. Arrancaron todas las plantas, quitaron los stickers de las ventanas y sacaron el toldo rayado, pero los azulejos azules brillan de nuevo, el baño no tiene goteras y el moho del techo ya no está. Ahora es un lugar para gente que nunca se hubiera llevado bien con Julio. Los viejos mojigatos que llamaban a la policía porque cantábamos y nos reíamos un miércoles a la noche; ahora tienen un lugar más para acompañar su tarta de zanahoria con un flat white. Lo puedo escuchar carcajeándose en algún lado. 

Una vez pasé por ahí sin querer. Me paré atónito, mirando, preguntándome adónde habían ido a parar todos los cuadros de las paredes. El barista me preguntó qué quería: negué con la cabeza, dije “qué verga” en voz baja y salí de ahí. Más tarde me quejé con una amiga: ¿Ésto es envejecer? Las cosas están cambiando y no me gusta. Ahora me doy cuenta que no tiene que ver con la edad sino con un sentido de pertenencia. Pertenezco acá. Lo de Julio es una parte de mí y ahora ya no está, por lo menos físicamente. Buenos Aires está cambiando, gentrificando, y volviéndose más y más hostil para lugares como Lo de Julio, haciéndoles difícil sobrevivir y mejorar.

Tomi ahora es un amigo. Escribió cientos de canciones desde entonces; sacó un disco entero en cada uno de los meses de 2019. Siempre me escribe cuando va a tocar en vivo. Aunque Cuando a caballo sea simplemente una ramita en el enorme árbol que es su música, cuando el show es chico, le gusta contarle al público la historia de cómo lo encontré, antes de tocar mi canción favorita.  


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