¿Qué cuentan las calles de Once?

texto y fotos por Kevin Vaughn

traducido por Bruno Romero

Esta nota es parte de una colaboración mensual con POSCO, un emprendimiento argentino que produce zapatos de cuero hechos a mano con curtido vegetal. Una vez al mes, MATAMBRE x POSCO será una historia inspirado por caminar por el placer de descubrir.

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La primavera pasada me mudé a un departamento de estilo francés encima de un restaurante peruano en la ruidosa, concurrida y extremadamente transitorio zona mayorista de Once. La campana extractora de la cocina del restaurante sube por el pulmón y perfuma mis mañanas con un caldo de verduras, algo más amable que las bocinas que suenan afuera. Más tarde, el olor a pollo frito crocante inunda mi pasillo como una alarma que me indica que es hora de tomar mi descanso para almorzar. A menudo siento como si viviera con el espíritu ambulante de una encantadora abuela peruana. En lugar de pegar portazos o tirar cosas de los estantes, ella me deja rastros de comidas nostálgicas andinas que me recuerdan que tengo que tomarme una pausa del trabajo y volver a comer.

Abasto, el barrio contiguo, fue el primer lugar al que me mudé en Buenos Aires allá por 2010. Viví en un mono en el piso 14 con una vista panorámica de la ciudad. Abasto era lo que esperaba de una ciudad cosmopolita: energético, un poco sucio y diverso. Estaba acostumbrado a ver judíos ortodoxos volviendo del templo, fascinado con sus trajes y sombreros, pasando por al lado a mujeres con heladeritas llenas de tamales humeantes; hombres de África Occidental con maletines llenos de collares y relojes de oro para vender; gente bailando tango espontáneamente en cafés de la esquina y el sonido de salsa que se escapaba del boliche de al lado.

Lentamente, me fui alejando cada vez más hasta llegar al estrato superior de la aspiración hipster: Colegiales. Más verde, más tranquilo, más homogeneizado. La escena gastronómica, con algunas excepciones, también busca ser homogénea. Viejos restaurantes que preparan comida sin mucho esmero y lugares nuevos que parecen existir más que nada en redes sociales. Cuando vivía en Colegiales, escribía acerca de comer flan todos los días durante 30 días. Mi perro Richard y yo solíamos caminar sin un rumbo específico. Partimos del barrio esperando encontrar algún restaurante. Algunas tardes caminábamos kilómetros sin cruzarnos un solo lugar para comer y me di cuenta de que Buenos Aires no es una gran ciudad si de restaurantes estamos hablando, aunque tenga algunos que son excelentes. Por eso, cuando llegó el momento de mudarme, elegí un barrio lleno de buenos lugares para comer.

Once no es lo que muchos porteños consideraría un buen barrio para salir a comer. Según las definiciones de Instagram, no hay escena. Los restaurantes son fácilmente categorizables: peruanos, bolivianos, un local de comida armenia para llevar. Nadie explica el concepto de su restaurante ni cómo pedir en la mesa. El servicio es agradable cuando te comportas como un buen cliente y el menú se vuelve más curioso solo cuando regresas una y otra vez. 

Aunque la tendencia culinaria se está orientando hacia el reconocimiento de inmigrantes que llegaron después de los italianos y los españoles, la narrativa tejida por periodistas e influencers no termina de conectar los puntos. Once es el barrio de consumo por excelencia. Si no encontrás lo que buscas en Once, es que no existe. Lo mismo va con la comida. Todo lo que se come en Buenos Aires pasa por acá, aunque sea en su forma más elemental. Es difícil imaginar anticuchos de hongos o arañita con un kimchi de rábano blanco junto a un tonnato de cerdo en el menú de Picaron sin la influencia de los restaurantes peruanos y coreanos de estilo familiar que comenzaron a abrirse en los años 60 y 90, respectivamente. La paleta global que vemos cada vez más en los nuevos menús fue abrazada aquí en algún local escondido, sin el reconocimiento ni las pretensiones, que tampoco los busca. Y como alguien que quiere defender ambos tipos de restaurantes, Once es el lugar perfecto para vivir.

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Pasé los últimos diez meses tratando de entender qué es Once, caminando todos los días por sus calles con mi perro intentando descifrar sus límites en el mapa. Vivo en la calle Viamonte, en el extremo norte del barrio, que algunos podrían argumentar que es en realidad zona Facultad de Medicina. Qué se considera o no Once es una cuestión de perspectiva. Hay puntos de referencia obvios: la AMIA, la Casa de los setenta balcones y ninguna flor, la ahora desaparecida Confitería La Perla (en cuyo baño se compuso esta canción), la estación de tren, su plaza adyacente y cualquier lugar donde se vendan cosas al por mayor. Establecer los límites del barrio es algo pedante y efímero, pero soy un amante de las definiciones.

Debido a que es un barrio no oficial, no hay mapas oficiales. El único que pude encontrar es de "Once: Un país dentro de otro", un artículo de revista de 1967 que me compartieron desde Apología del Once, una cuenta de Instagram dedicada a fotografiar el barrio. El artículo describe el barrio de once comunidades eurasiáticas (sirio-libanesas, judíos rusos, armenios) cuya economía era casi más grande que la del Estado argentino. La revista define los límites como un área de 30 manzanas: Avenida Pueyrredón al oeste y Junín al este, Tucumán al norte y Perón al sur. Hoy en día, yo diría que comienza a dos cuadras al norte de Tucumán en San Luis y se extiende hacia el sur hasta Adolfo Alsina. La frontera sur, por razones más obvias. El palaciego La Conga con su fila permanente, Sabor Norteño, increíblemente infravalorado por parecer tan común desde afuera, y el restaurante de comida chifa Lio San con sus sabores agridulces y constante corriente de aire de la calle, extienden la frontera con esa sazón distintivamente peruana del barrio. El límite norte le da la bienvenida a nuevas comunidades, como la panadería venezolana y local de empanadas colombianas al lado de los viejos negocios judíos que interrumpen las cuadras más residenciales de San Luis. También se podría argumentar con validez que se extiende un brazo hacia el oeste hasta Billinghurst para abarcar a Don Ignacio, cuyo brillo punk es demasiado resplandeciente para Almagro norte, zona más insulsa que el pan blanco.

Hace poco vi una obra de teatro de Tamara Tenenbaum titulada "Las Moiras", sobre una joven judía de Once que es poseída por un espíritu llamado el dibuk, que no es ni bueno ni malo, sino un poco de las dos cosas. El dibuk la convence de presentar un plan a las tres mujeres encargadas de concertar matrimonios para cambiar el sistema a un algoritmo. Más moderno, menos prejuicioso. "Solo en el pecado hay lugar para lo divino", dice la chica, una vez que le exorcizan el dibuk. Todo esto, por supuesto, es una metáfora del barrio, que se niega a ser otra cosa que él mismo, humano, lleno de contradicciones. Mirás hacia arriba y estás rodeado de una arquitectura neoclásica francesa con aires románticos, el tipo de cosas que nos encanta mostrar al resto del mundo, con los brazos extendidos diciendo mirá, somos europeos. Pero abajo en el suelo, las calles no mienten.

“Mirás hacia arriba y estás rodeado de una arquitectura neoclásica francesa con aires románticos, el tipo de cosas que nos encanta mostrar al resto del mundo, con los brazos extendidos diciendo mirá, somos europeos. Pero abajo en el suelo, las calles no mienten.”

Mi oftalmólogo me dice que paso demasiado tiempo frente a pantallas y que necesito descansar mis ojos. Uso esto como excusa para dar un largo paseo de mediodía por el barrio. Once es todo lo que es y fue Buenos Aires amuchado en 30 manzanas. El barrio es como una formación rocosa milenaria, un montón de capas distintas apretadas unas contra otras, cada una añadiendo su propio color. Los bifes al lado del humo de la parrilla en Lo de Omar, pizza de pepperoni sobre una masa perfectamente crocante en la excelente Fugazi Pizza, hacer fila para pedir chipa y migas en Tío Pepe, salteñas naranjas en Carlitos y empanadas con plátanos y porotos negros en Galipán (si llegás a tiempo a ambos), sopa de tofu en el comedor de los años 80 en Bi-won — criollo, latino, universos lejanos, todos encajan juntos.

En los días en que termino de trabajar temprano, llevo un libro a ADA, donde disfruto de galletas tita y espresso doble, o un contundente sánguche de pastrami en los días que me olvido de almorzar. Todos en ADA aprendieron el nombre de Richard antes que el mío. Lo saludan con caricias intensas (¡Hola, papí!) y un bol de agua, que traen apenas entramos, incluso si hay un plato esperando para ser entregado en otra mesa. Es un gesto sencillo que me recuerda por qué amo este barrio. Las calles están llenas de gente y ruido, pero al entrar se siente como un pueblito. La gente pregunta cómo estás y de verdad quieren saber.

Las sillas en ADA miran hacia la calle como si estuvieses sentado en una piazza italiana. El café mirando al barrio como si fuese un altar lleno de portabultos, kipas y mazamorra. Aunque a la gente le gusta quejarse en Twitter sobre los flat whites y las medialunas caras que arruinan la santidad de la cultura porteña, las sillas en ADA siempre están llenas de vendedores del barrio, alumnos de la facultad y vecinos de todo tipo. Nadie se resiste al cambio porque el cambio es todo lo que el barrio conoce. Es uno de mis cafés favoritos, no por el café en sí, si no que Pocho (el dueño) entendió por donde está plantado. Sentarme en ADA no es tan distinto de sentarme en un bodegón como Lo del Balchicha, donde me gusta agarrar una silla en la barra o la ventana y pedirme albóndigas con puré. Está enfrente del terminal de Once y hay un flujo de gente constante que no te deja olvidar nunca donde estés.

Creo que es esta falta de preocupación por las definiciones o por ser especiales, tan dispar de la nueva cultura gastronómica que quiere ser categorizada, fotografiada y anotada en lista tras lista, lo que hace que el barrio se destaque. Once no se preocupa por ser consumido, a pesar de ser un centro del consumo. Y dado que le interesan tan poco las imperfecciones, es el barrio con más sorpresas. Más que nada en sus galerías. Hay un restaurante peruano sin nombre en el primer piso de la "Caminata Comercial" Beraja en Pueyrredón al 300. Siempre pido el menú del día y cruzo los dedos para que sea el pollo frito pegajoso con porotos. Como lo que sea que me dan mientras escucho siempre al mismo nene jugando al Mario Kart en un televisor viejo en el fondo del salón. También hay una muy buena juguería con sánguches de chicharrón en la parte de atrás del "Center One" en Corrientes al 2400. Si se quedan sin sánguches, lo cual pasa seguido, hay una pequeña cevichería y otro restaurante que sirve mote con patasca los sábados. Afuera se come de dorapa unos tamales de cerdo hechos con manteca de cerdo y maíz mote nixtamalizado. Por la noche siempre hay repartidores y autos en doble fila sobre Viamonte al 2100, donde se reparten hamburguesas venezolanas inexplicablemente altas desde una ventanita chiquita detrás de la reja. Se disfruta mejor sentado en el cordón y bien inclinado para evitar ensuciarse los pantalones con grasa. 

Mientras intentaba exprimir esta nota, pedí una sopa de gallina y pollo al maní de Leo's. Por primera vez, se acordaron mi nombre y qué timbre tocar. "¿Sos el vecino con el perro, no?" Una especie de iniciación. Puede que todavía no pueda definir qué es Once, (si es que es posible definirlo) pero ya no me importa. Ahora también formo parte del barrio.

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