La cocina de Center Ave

Sobre el verano que aprendí comer.

+ chuletas de cerdo y manzanas fritas de Chuck

este ensayo personal es parte de una serie de escrituras de FANZINE OCTUBRE: ¿QUÉ ES UNA RECETA?

 

“¿Te parece que ahora podés repetir la receta sólo?” me preguntó mi abuelo. 

Aparté mi mirada de la sartén, mis cejas se arrugaron en mi frente, lo miré con incredulidad. Sus ojos estaban ocupados con el noticiero en un televisor viejo sobre un vajillero de madera de color bronce. Mis dedos estaban empolvados con las galletas de miel, pulverizadas en una procesadora para golpetear contra unas chuletas de cerdo cortadas exactamente con un dedo y medio de espesor. Chicharronearon con grasa contra el hierro, las burbujas de manteca se escaparon por debajo y subieron poco a poco para dorar nuestra cena. Eso era todo. Ni una pizca de sal. 

"Es bastante simple", respondí.

Le dí otra cerveza Miller a cambio de un bol de manzanas. La piel verde brillante se talló en un hilo largo y cada fruta se cortó en 16 lonchas.

“Pues todavía no te sale un buen arroz blanco”, me contestó con sus ojos azules. 

Derramé las manzanas en una olla chiquita con mantequilla ya caliente y espolvoree azúcar, relucía dorado, y una cucharada generosa de canela encima. Lo agité con la cuchara de madera que dejé reposar contra el borde. Paciencia. El hielo resonó vacío contra mi copa y me llené otro Rob Roy como había visto hacerlos a mi abuela. Suficiente cantidad de cubos para rozar el borde, dos partes de Red Label, una parte de vermú dulce, una manito de granadina y un par de batidos de bitters. El trago era reconfortante y refrescante y mi abuela podía armarlos sin mirar, los movimientos de sus muñecas tanto industrializados como naturales, de los que nunca he llegado a repetir. 

Él oía el hielo hacer ruido y decía: "¿Por qué no subís el tequila?" Estaba guardado en el sótano, la fortaleza de mi abuela, las escaleras demasiado empinadas para que mi abuelo las bajara aunque una vez intentó.

Cada par de semanas solíamos comer chuletas de cerdo con manzanas fritas y arroz blanco. Era el verano después de recibirme de la universidad y decidí mudarme con mis abuelos hasta febrero, cuando mi vuelo partió hacia Buenos Aires. Quería ahorrar plata para que me durara un año y pasar un tiempo con mi abuelo Chuck, que con apenas 80 estaba en su última carrera, ya sea que él o el resto de la familia quisieran admitirlo o no. Y tenían un departamento aparte sobre la propiedad con el que el dormitorio de mi infancia no podía competir. Tenía tres trabajos que juntos eran unas 70 horas semanales, un día libre cada catorce días. Por la mañana trabajaba como asistente de oficina en un campo, a veces por la noche trabajaba en el mostrador de servicio al cliente de una cadena y los fines de semana escribía críticas de películas para el diario del pueblo. 

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Los días que trabajaba en ambos trabajos, me tocaba la suerte si en el entretiempo encontraba triente minutos para calentar una lata de sopa y dormir quince minutos en el living oscuro, haciendo cuchara con Mack, el border collie que había elegido de la manada. En mis noches libres, me esperaba una lista de compras escrita a mano encima de la página del recetario personal que había tentado a mi abuelo ese día.

Al principio el súper fue un embole: tuve que hacer maniobras para no cruzarme con los amigos de mis padres y seguir las instrucciones que fueron escritas como si estuviera a punto de realizar una cirugía a corazón abierto. Las manzanas verdes tenían que ser duras pero no cerosas, oler ácido y dulce, y si se arrugaban debajo de mi pulgar eran una mierda y se molerían en la boca como arena. Lo mejor era comprar chuletas de cerdo al carnicero en lugar de agarrar una bandeja de la heladera. La carne de cerdo envuelta en poliestireno y plástico huele diferente, sudan y desprenden un perfume como el amoníaco si llegas al mercado demasiado tarde. Cuando están recién cortadas y envueltas en papel, huelen frescas, casi dulces. Si el carnicero insistía en que buscara un paquete, tenía que insistir en que las cortara allí o que me ayudara a encontrar las chuletas empaquetadas que habían sido cortadas con un grosor de 1,5 dedos, exacto, una molestia para su engaño. Por suerte, las galletas de miel no fueron difíciles de conseguir. Así fue con todas nuestras comidas, pero especialmente con las chuletas de cerdo.

La primera vez que las hice, le di la misma mirada de incredulidad y frente arrugada. No comimos dulces y salados juntos en la casa de mis viejos. Mi papá casi nunca cocinaba nada. No tengo idea de lo que su madre, que crió a dos hijos sola con el sueldo de una enfermera que trabaja horas extras, cocinó para él y su hermana. Mi abuelo se rió cuando me serví una chuleta y puse las manzanas al lado. "¿Quién te enseñó a comer?" preguntó. Corté un trozo de cerdo y pellizqué un trozo de manzana caramelizada en el borde de mi tenedor, intentándolo a regañadientes, sorprendido que tenía todo el sentido.

Aprender a comer y cocinar con mi abuelo también fue conocerle a él de nuevo, a mezclar muchos sabores y texturas que lentamente se encuentran un equilibrio. Ellos vivían no tan lejos de la casa en la que crecí, a cuatro minutos en auto hacia el campo. Cuando era pequeño, pasaba casi todos los fines de semana en su casa, de viernes a domingo, con mis tres hermanas, o al menos así es como lo recuerdo. Construíamos túneles tirando las cortinas sobre los sofás que hizo mi abuelo y dormíamos en colchones de espuma con los perros y gatos (nos gustaba Rags, nos aterrorizaba Phyllis) al lado de una estufa de leña. 

Los viernes pedíamos pizza, una tradición en mi casa, pero esa era la única excepción de comida de afuera que permitía mi abuelo. El resto del fin de semana comíamos pollo frito con puré de papas, una bebida con gaseosa y helado llamada Root Beer Floats, y los waffles de arroz, una idiosincrasia familiar que requiere el arroz blanco de la noche anterior que se mete en el batido con tiras de bacon y su grasa.

Los waffles eran la ofrenda que traía a mi mamá y a mi papá a recogernos los domingos por la mañana. Pero siempre nos empujaron al coche para irnos a casa apenas se levantaban los platos. Con los años, entendería más sobre la grieta. El día que le dije a mi abuela Marty dónde podía encontrar el escondite de los chocolates de mi abuelo (en un compartimiento secreto en el escritorio de la oficina de abogados que compartía con mi papá) me dijeron que no hable más sobre mi abuelo con ella. Yo, de unos seis años, no me había dado cuenta de que a ella no le emocionaría saber dónde su ex marido escondía sus dulces. Antes la duda, siempre es mejor no hablar. 

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Cuando era adolescente comencé a imitar esa distancia, sin saber por qué, solo sabía que era más fácil. Más fácil no hacerle a mi papá preguntas sobre su infancia y su relación con su padre, porque el aire se sentía tenso, porque las respuestas eran tan breves cuando no había silencio. Tampoco que él me hubiera respondido las preguntas. Más fácil ocultar esa parte de mi vida a mi abuela si no había nada más que decir en lugar de preguntarle por qué ella aún estaba rabiosa y por qué yo también tenía que estar enojado, porque no lo estaba y no quería estarlo. Siempre había algo allí, algo en la cocina de mi abuelo que me atraía a ella y a él. Cómo la gente conectaba cuando comía en su cocina. Cómo mi familia se conectaba sobre su mesa. Cómo todos se relajaron y se reían después de un trago. Los waffles, el pollo frito, el chile con queso, el pan de carne de mi abuela, las chauchas con tomates, las galletas de caqui que hacía cada otoño y el olor a arroz blanco que le salía tan cremoso como si hubiese inyectado cada grano con manteca, y es el primer olor que me llena la nariz cuando pienso en él pegado a su silla favorita en la cocina de esa casa.

Cuando me mudé a la casa de mis abuelos, esa tensión se quedó congelada en el aire. Mi papá no dijo nada, pero yo podía sentirlo. Una vez más me sentí obligado, en silencio, de no decirle a mi abuela dónde estaba parado. Y la narrativa que siempre había escuchado sobre mi abuelo comenzó a descoserse.

Mi otra abuela trabajaba en una ciudad grande a unas horas del pueblo, y entonces quedaba ahí en una pensión tres veces a la semana. Las noches que ella no estaba con nosotros se convertían en confesionarios. Él nunca me negó nada que había hecho, sabía que era mal padre, que había sido egoísta y narcisista y que lastimaba un montón de personas que lo amaban. Me contó también cosas de su propia infancia, de no conocer a su padre, de siempre rebuscar a su madre ausente, no para disculparse, tampoco para explicarse, sino para narrar una especie de testimonio de él, de su humanidad. 

Una noche, mientras comíamos pollo a la cacciatore y tequila con limón y hielo, me dijo que no podía borrar la imagen de mi viejo como un niño pequeño esperando en la vereda de su casa por el padre que nunca viniera. Durante el día, cuando estaba solo, no podía dejar de pensar en ello. Todas las noches en boliches llenos de humo persiguiendo faldas no le resonaba ya.

Un día me animé a decirle a mi papá que viniera a la casa para hablar sobre estas cosas, mi abuelo había vuelto a su vida hace más de cuarenta años ya. Trabajaron en oficinas donde compartían una pared. Todos se habían casado de nuevo. Entró otra mujer que yo decía abuela. Construimos tradiciones nuevas. Nos había enviado a mis hermanas y a mí a pasar nuestra infancia en esa casa y dejar que mi abuelo nos alimentara y fuera lo que no había sido con él. Era el momento para que él también se alimentara, para dejar de quedarse callado, que no tenía que perdonar nada pero que sí tenía que sacar de encima lo que quería decir durante tantos años. Me dijo que quería pero que no podía hacerlo.

Cuando me di cuenta de que él no lo haría, y mi abuelo también se dió cuenta, yo seguí escuchando. Era como si ambos me hubieran elegido como este puente hacia el perdón, lo cual hice a veces a través del silencio y, a veces, a través de las puteadas las noches que subía el tequila. Y mientras hablábamos y comíamos, me convertí en el que veía a una persona diferente, tanto su sombra como su luz, perdonando partes sin redactar otras.

Fue también un momento para que yo comenzara a reconocer mi propia sombra, mi propio egoísmo, a mi manera, la sombra de la que había estado huyendo, pensando que todo tenía que brillar. Las sombras con las que apenas empiezo a sentirme cómodo ahora, diez años después, y no creo que sea una coincidencia que de repente me atraigan las ideas de la historia y la trascendencia familiar, el dolor y el trauma y la alegría y las risas que me pasaron por la sangre, que yo paso por mis manos a través de lo que escribo y lo que cocino.

Mi abuelo murió un par de semanas antes de que yo me fuera. En su cocina aprendí a comunicarme, relacionarme y hacerme amigo del mundo a través de la comida. Y entender que me parezco mucho a él, y a la vez poco a él, cabeza dura, intuitivo y terco, al elegir mi propio camino. Y también como mi papá, soy quieto y reflexivo. Y entender que he elegido mejores formas de ser cabeza dura, intuitivo y terco, y mejores formas de ser quieto y reflexivo. 

Sus comidas que sigo cocinando una década después, ninguna de las cuales grabé en un recetario, son todas esas cosas. Hay una tradición en mi familia que dicta que el autor de una receta sea nombrado, y entonces ahora son Las chuletas y manzanas fritas de Chuck, aunque están empezando a sentir más de mí y aquel verano, de mis manos golpeando las chuletas sobre su bajo mesada de azulejos azules, madera, los perros en mis pies, el noticiero al fondo y el hielo contra el vaso. Y las he cocinado para mi viejo porque ahora también son nuestras. Cambian conmigo como mi imaginación cambia la memoria de esas noches y los sabores y saberes que he aprendido desde entonces, que se imprimen sobre estas viejas recetas que yo también traspasaré. Ahora al carnicero le pido que me corte las chuletas a dos dedos, y las rebano con galletas de coco, porque a dos dedos se fríe mejor y las de coco son las que encuentro (y porque son más ricas), y así lo hubiera hecho él. 

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