Raúl & el pequeño durazno

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Queda un durazno en la heladera. Se acerca el fin del verano y no sé si el bolsón va a traer más. Nunca me gustaron mucho los duraznos que encontraba en Buenos Aires. Pienso que los bajan del árbol antes de tiempo: flojos como caucho, con apenas un susurro de dulzura, no dieron tiempo a que el azúcar se extienda y perdure.

Estos duraznos son distintos. Son chiquitos y asimétricos, con pinceladas de naranja brillante y rosado que orbitan a lo largo de la piel. Si los dejo afuera en la mesada, el calor del verano hace que su aroma flote por toda la casa y por un momento me agarra el miedo de que tengan partes blanditas, que su jugo se esté derramando sobre el mármol, goteando hasta caer al piso. Empecé con el hábito de guardarlos en la heladera, no porque fueran a madurar muy rápido, sino porque de lo contrario Raúl se los comía antes que yo.

Empecé a comer estos duraznos más o menos al mismo tiempo que llegó Raúl. Una rodajita para mí, una rodajita para él. Alguien lo había encontrado acurrucado en una avenida ruidosa. Su cuerpo era chiquito y los huesos de su columna se hacían ver apuntando arriba, evidentes por la falta de pelo, finito gracias a las pulgas, su pancita negra y correosa. Y así y todo era un cachorrito feliz. Sus ojitos enormes estaban llenos de alivio.

Lo engordamos con balanceado y rápidamente nos dimos cuenta de que nada podía saciar su apetito. La primera semana, encontró un trozo de jabón en la calle. Hice todo lo posible por sacárselo de la boca pero tan rápido como me rendí, se lo tragó entero, se deslizó como un bloque por su garganta como si fuera un personaje en un dibujito animado viejo. Lo llevé de emergencia al veterinario y lo dimos una injección para que vomite. Para sorpresa del veterinario, Raúl se quedó sentadito, lengua afuera y coleando, pidiendo más. “Si eso no lo hace vomitar, el jabón no le va a hacer nada”, y nos mandó a casa. Me reí todo el día imaginándome sus peditos sacando burbujas.

De a poco fue dejando de querer comerse las palomas muertas y las verduras podridas de la vereda. Se acustombró al buen comer. En casa, había papaya, queso y pochoclos que volaron de la olla directo a su boca. Los días que cociné carnitas para mi pop-up de tacos, se dormía en la puerta de la cocina hasta que la carne se separaba del hueso. Cuando veía el hueso de pata se meneaba el cuerpo entero y se le escapaban unos aullidos agudos, incontrolables. Se comió el hueso como si fuera un durazno, desapareció en un par de bocados. Para frenar su alergia en la piel, le cociné carne picada y arroz con verduras (¡de temporada!, ¡agroecológico!). Tenía que ser mucho mas cuidadoso cuando lo sacaba a pasear. Agachaba su cuerpo y se acercaba acechando a las bolsas de supermercado de la gente. “No te va a morder pero capaz le arranque un pedazo a la bolsa”, avisaba. Ya me había disculpado antes cuando le tironeó un pedazo de pan a una vecina, y cuando se lanzó contra el portero que llevaba una bolsa de carnicería. 

Nuestro vínculo se formó en la puerta de la cocina. Yo disfrutaba tener público. Lo necesitaba. Al principio de la pandemia cuando parecía que mi mundo se estaba viniendo abajo a mi alrededor, anhelaba la validación. A pesar de las dificultades económicas, a pesar de los problemas con mi pareja, a pesar del futuro incierto, podía hacer feliz a Raúl con un pedazo de comida. Así que un día cuando su cuerpo de repente rechazó mi comida, cuando la expulsó de su cuerpo hasta directamente dejar de comer, sabía que algo andaba mal, probablemente sin reparo. Tres días después murió de una insuficiencia renal.

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Una semana después viajé al norte del país para escribir acerca del quebracho y el desmonte del Gran Chaco. No quería ir. Me sentía superado por el duelo. El duelo por Raúl y de otras partes de mí que perdí en estos meses, de las que todavía no estoy listo para contar. Acá escribí que tomé ese viaje pensando en la dominación, la necesidad humana de dominar personas y lugares, pero no pude evitar verlo todo desde el punto de vista de la pérdida.

Conocí a muchas familias que están viviendo los efectos del cambio climático ahora mismo. A lo largo de los úiltimos dos siglos, el bosque pasó de abarcar más de 120 millones de hectáreas a solo 33. En el Gran Chaco, el verano es terriblemente caluroso, las lluvias son impredecibles, el suelo se está desertificando y, en algunas zonas, una sequía récord hizo imposible el desarrollo de la agricultura de subsistencia de la que la gente depende. El quebracho originalmente se talaba por tanino, para curtir pieles de cuero (aún sigue siendo el caso) pero en lugar de reforestar, se reutilizaba el terreno para ganado y campos de soja. Las empresas madereras siguen invadiendo tierras indígenas, otros venden sus árboles porque no tienen alternativa. Vestimos su pérdida en nuestra espalda, la llevamos en nuestras carteras, la devoramos en cenas, a veces cocinadas con brasas del árbol que debería seguir en pie.

¿Qué estoy dispuesto a perder? ¿Qué estoy dispuesto a que otros pierdan por mí? Las dos preguntas están entrelazadas. Ya hablé mucho sobre cómo ver de cerca las injusticias de mi consumo fue para mí un puntapié para el cambio personal. Así y todo, la semana pasada con todo esto fresco en mi mente, me comí una milanesa de carne. El duelo se hizo dueño de mi estómago. Hace semanas que no se me antoja comer nada y la mayoría de las comidas me hacen sentir enfermo. Yo como y el cuerpo rechaza — me hincha la panza, me arde la garganta, me pica la piel. Es desesperante. No reconozco esa versión de mí. Esa milanesa me hizo sentir yo, aunque sea por un momento. Últimamente estuve optando por más opciones veganas y vegetarianas, pero lucho con la pérdida de nostalgia, de conexión social, de perder una parte de mí que está completamente linkeada con la comida. El último informe del IPCC confirma los desafíos de superar nuestros vinculos culturales con la comida. A menudo me pregunto, si no puedo soportar dejar de comer alimentos que sé que tienen un impacto negativo en las personas y el medio ambiente, ¿cómo lo va a hacer el resto del mundo?

Esa sensación de pérdida está de a poco cambiando en mí. Se está transformando en una pérdida de ingenuidad, de ignorancia. Esa pérdida va a ser distinta para todos. Las familias con las que me reuní en ese lugar en particular del Gran Chaco nunca van a poder renunciar a la carne, ni deberían; las cabras, las gallinas y las vacas son algunas de las comidas que mejor se llevan con esa tierra. En una escala microfamiliar, el impacto es incomparable con el ganado vacuno que se compran en las carnicerias de Buenos Aires. 

Puedo consumir de manera distinta y, por lo tanto, debo hacerlo. ¿No? Tal vez esa pérdida no se lamente para siempre como temo. Capaz algún día pueda celebrar la lección aprendida y el bien ganado.

El informe del IPCC sugiere adoptar una "dieta flexitariana" como promedio mundial para tener un 66% de posibilidades de limitar el cambio climático a menos de dos grados, junto con cambios en el uso de la tierra y el desperdicio de alimentos. Un flexitariano puede mitigar su impacto en el clima consumiendo:

75% de carnes y lácteos sustituidos por cereales y legumbres; al menos 500g de frutas y verduras por día; al menos 100g por día de fuentes de proteínas de origen vegetal; cantidades moderadas de proteínas de origen animal y cantidades limitadas de carne roja (una porción por semana), azúcar refinada (menos del 5% de la energía total), aceites vegetales con alto contenido de grasas saturadas y alimentos ricos en almidón con un índice glucémico relativamente alto.

Capaz una porción de carne de vez en cuando empiece a sentirse menos como una pérdida y más como una celebración. Una elección consciente en lugar de un placer intrascendente. Un momento para mí, para realmente saborear esa milanesa de carne.

En español no hay traducción para “mourn”, no existe un verbo. Se dice “estoy de duelo”; duelo como posesión, algo que se convierte en nosotros. Las cenizas de Raúl están en una caja al fondo de un ropero que nunca abro. Pronto lo voy a mezclar con compost y voy a plantar un árbol, capaz un duraznero. Voy a dejar que su pérdida me alimente, que nutra mi presente, que coseche mi futuro.

traducción al castellano por Bruno Romero

 

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