La cabeza podrida de un tipo obsesionado con las redes sociales

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Lo que más recuerdo son los fideos de arroz con salsa de soja y merkén,  escondiendo cuadraditos dorados de tofu. Aquel día, hace casi una década, era  mi primera vez en Planetarion, una cena a puertas cerradas sólo para invitados que se organizaba en un primer piso. Todos los lunes, Orión recibía a cerca de cuarenta personas en su casa para una cena de tres platos. Unos porritos pre-enrollados de cortesía servían como amuse bouche, siempre seguidos por una ensalada de hinojo y repollo, y una selección rotativa de guisos de verduras servidos al estilo buffet. Cada mesa hacía fila, se agarraba su plato y se le servía directamente de la olla en una cocina del tamaño de una bañera; berenjena expuesta a un calor intenso, porotos con todos los tubérculos de la verdulería , o zucchini cocinado en una salsa de tomate y vino tinto. Platos ya saturados de morfi se completaban con cucharadas de lenteja, pan integral, mayonesa de remolacha y una salsa picante que te quemaba los pelos de la nariz. Al terminar la noche, Orión pasaba con una gorra y pagabas lo que te parezca. 

No recuerdo que la comida fuera algo demasiado increíble. Orión no era un cocinero creativo, pero sí un anfitrión nato. Estaba armando una experiencia antes de que existiera una palabra para eso. Orión me fascinaba. No podía existir en un plano más alejado de la escena gastro que estaba surgiendo en los lugares de moda tan solo un barrio más al norte, donde los menús de degustación con comida molecular y el concepto del club a puertas cerradas estaban abriéndole paso a un nuevo panorama gastronómico.  Yo tenía 23 años y de pedo me alcanzaba para pagar el alquiler e ir a bailar los fines de semana, viviendo a base de arroz y porotos, Ugi's y fernet por litro. El mundo de la gastronomía me era intrigante pero totalmente inaccesible. 

Orión estaba en otro plano existencial. Inventaba sus propias reglas, no contaba con el hype que le da de comer a los restoranes de moda, y así y todo semana tras semana la gente se peleaba por un lugar en su mesa. Fue la primera vez que vi a alguien a quien le importaran tan poco las reglas del juego y que vaya tan contra la corriente de cualquier tipo de deseo de notoriedad. Fue la primera vez que vi que tener una idea creativa ya era suficiente para empezar, y que esa validación tiene que nacer de adentro, desde la autoconvicción.

Vine a Buenos Aires en mis veinte, sintiendo que necesitaba escapar. Había pasado los dos primeros años de la universidad rompiéndome de a poco, desaprobando la mitad de mis materias por estar todo el tiempo durmiendo o fumado, totalmente superado por la situación, por lo difícil que se me hacía todo de repente, y más que nada por lo fácil que parecía ser para todos a mi alrededor. Una profesora una vez se tomó el trabajo de mandarme un mail para hacerme saber que había sido el primero en desaprobar su materia de geología en sus veinte años de enseñanza. Y de repente la ansiedad que ya sentía se multiplicó; ya era suficiente lo mucho que me tiraba abajo a mí mismo, no necesitaba que alguien más se sume a la causa. La depresión nunca aparece de la nada. Te acecha. Como una serpiente que se enrolla a tu alrededor antes de devorarte entero. Y en ese momento, sentí que me comían vivo. Sabía que la única solución era salir y empezar de nuevo. Dejar los estudios no era una opción, así que me anoté en el programa de intercambio con menores requisitos que encontré y crucé los dedos. Me acuerdo que recibí la llamada y me puse a bailar solo en mi pieza.

Cuando llegué a Buenos Aires sentí una energía que nunca había sentido antes. Los domingos, me compraba Página12 y leía cada actividad de la agenda cultural para organizar mi semana. Cada tarde me subía a un colectivo para ir a ver instalaciones de arte, teatros, cines y recitales en barrios que mis anfitriones porteños ni siquiera conocían. No creo haberme enamorado de Buenos Aires, sino de la idea de estar en un lugar donde todo era nuevo. Las reglas y presiones sociales que me guiaban a seguir la corriente habían desaparecido tan pronto como me bajé del avión. Ser (deliberadamente) el extranjero que no entiende la cultura o que no habla el idioma predominante puede ser solitario, pero el aislamiento también puede ser un regalo enorme. Es como recuperar un pedazo de tu niñez, siguiendo tus antojos más básicos y volviendo a verte fascinado por los detalles de la vida cotidiana. Después de 11 años en Buenos Aires, es obvio decir que ese sentimiento desapareció en gran parte. 

Ese sentimiento de libertad parece cada vez más distante a medida que me meto de lleno en una carrera como creativo independiente. Mi profesión está intrínsecamente atada a lo personal. No hay ningún límite que los separe en absoluto. Trabajo con lo que me apasiona, que me parece algo muy positivo para esa generación de obreros independientes, pero el éxito de mis proyectos “pasionales” dependen cada vez más de las redes sociales. Los editores a menudo postean oportunidades para proponer notas en Twitter. De hecho casi todas las notas que escribí el año pasado y las entrevistas que me hicieron fueron por mi presencia en Twitter. Mi pop-up también me exige estar constantemente atrayendo posibles comensales en Instagram y también es donde encuentro proveedores y posibles colaboradores. Ambos roles necesitan que mantenga una marca personal en distintas plataformas que demuestre que soy un escritor con ‘autoridad’, que soy inteligente, que soy cool, que soy alguien con quien te gustaría ir a tomar una birra. En Twitter tienen muchas más interacciones mis posteos de rabia, en Instagram los más personales reciben más likes, y yo no me siento del todo cómodo con ninguno de los dos. Estoy constantemente contaminándome con imágenes e información, mientras proyecto una imagen de mí que se relaciona sólo en parte con la verdad de mi vida profesional y privada.  A veces siento que estoy viviendo dos vidas en paralelo, y rara vez me siento en control de siquiera una.

En una nota reciente para Vittles, Jonathan Nunn escribe sobre cómo el hype de las redes sociales está cambiando la forma en que hacemos, vendemos, y consumimos comida. “Desde el 2011 hasta el cierre de los restaurantes en marzo del 2020, no sería injusto decir que toda una industria se había construído a partir del hype. Las redes sociales pasaron de ser una herramienta a ser el escenario; si no estás en las redes, constantemente, sin descanso, bien podrías no existir”.

Las redes sociales son un arma de doble filo. Habilitan un acceso más amplio a la información y a canales más democráticos de monetización, pero al mismo tiempo premian a proyectos, a veces exclusivamente, por ser capaces de acoplarse a la moda. En la nota de Nunn, él se pregunta qué significa todo esto para la homogeneización de la comida. “Ahora podés ir a una panadería en Melbourne, en Londres o en Buenos Aires y conseguir el mismo pan que en San Francisco, que probablemente sea una masa madre de (la panadería) Tartine. Mientras tanto, las tradiciones regionales se pisan y se olvidan, en lugar de reinterpretarse y reimaginarse.”

Ese es el equilibrio que tengo que estar manteniendo constantemente: el rechazo a la homogeneidad, y el entendimiento de que el éxito y la oportunidad van de la mano con la aceptación de los demás. Mi marca personal se mide por la comunidad que me consume, y esa consumición exige ser tanto original como armonioso. La autenticidad tiene que ser tan consistente como maleable, porque el consumismo está ideado para tener siempre un antojo nuevo; ser auténtico es una montaña sin cima. Personalmente, el estrés rara vez me llega por la falta de ideas o de energía, tengo demasiado de ambas, sino por la sensación de que las ideas que tengo no la van a pegar con el algoritmo. De que estoy siendo o muy niche o muy común. Es un ejercicio existencial que te desgasta tanto física como emocionalmente, y a menudo me distrae de mi trabajo.

Me pregunto qué implica todo esto en la mente del chef (o de cualquier creador). Hace unas semanas, hice mi primer pop-up en más de un año. Atendieron 60 personas y todas dieron devoluciones muy buenas, pero no podía evitar preguntarme por qué no hubo más de ellas que subieran fotos de su comida a sus historias. “¿No quieren que todos sepan que estuvieron acá?” “¿No quieren ser parte de esto?”. Ese pensamiento me carcomió a lo largo de todo el servicio, y continuó también mientras planeaba el evento siguiente. El sentimiento no es poco frecuente. Muchas veces me encuentro sintiendo envidia o inseguridad. No envidia del trabajo de otras personas, o inseguridad del mío, sino de la atención (o falta de) que cada uno recibe. 

Las redes sociales nos condicionan a buscar un reconocimiento constante como para validar el laburo en sí. Cuando mi trabajo no está validado en Buenos Aires por los influencers o periodistas o abrazado por mi target, cuando no me incluyen en notas sobre la movida nueva de taquerías, sobre newsletters, sobre los pop-ups y una gastronomía en plena evolución, a pesar de que participo y abogo desde los inicios a todos estos mini movimientos, no puedo no obsesionarme con lo que no está resonando, o si en algún momento resonará. Me siento tanto un llorón como un ególatra diciéndolo, pero es la verdad y es como las redes sociales me han entrenado a relacionarme con el valor de mi trabajo. He tenido éxito y con mis propios términos a pesar de la ausencia del reconocimiento, pero quiero que me validen igual. Mis proyectos no han necesitado el hype, pero mi cabeza necesita ese shot de serotonina. ¿Cómo no podría una persona que vive en las redes?

Esta semana fui a visitar una granja a unos 100 kilómetros de la ciudad. En el camino de vuelta, paramos a visitar a unos cocineros de la generación Z que tenían una pequeña panadería afuera del garaje de la abuela de uno de ellos. Allá por junio, el grupo de veinteañeros había empezado a hacer pan, uno por uno, en el horno de su casa. Hace poco equiparon el garaje con un horno industrial, una batidora de pie y un tocadiscos. Un jardín en la parte de atrás tenía tomates, hierbas y un par de cañas de maíz. Toda la semana hacen pan y pastelería, y cuando les pinta también hacen unas pizzas que se pueden comer en la vereda. Sacaron un pan recién horneado con aceitunas, quesos y fiambres locales, platos con tomates reliquias decorados con uvas y un ingenioso plato de medialunas con helado de chocolate; futuro menú de un restorán secreto que esperan poder abrir en el patio y terraza.

La comida tenía una clara influencia en la escena gastro que está naciendo en Buenos Aires (y en el resto del mundo), esa que intenta volver a lo básico, apoyarse en los ingredientes y acompañarlo todo con un buen vino natural; pero así y todo no se sentía artificial. Los chicos no estaban trabajando con un templado de otro, o con la meta de satisfacer a una cierta audiencia, sino conociendo a productores, leyendo sobre el pan y la masa madre, armando un jardín, y empleando esa autenticidad para armar un menú. Fue lindo ver a un grupo de cocineros jóvenes inventando sus propias reglas. Quizá no tanto como Orión, pero todavía lejos de aquella máquina de la ciudad, mientras yo subía fotos a instagram de todo.

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