Vaya a visitar una finca, mi gente.

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El sol se empieza a poner más temprano, las hojas verdes que abrazan mi balcón de cuarto piso empiezan a tornarse amarillas y a caer a la calle, dejándome saber que el otoño está a la vuelta de la esquina. Las frutas y verduras de la cooperativa que llenan mi heladera también están cambiando. Todo el verano mi cocina convivía con el olor a frutilla, a veces el aroma era tan intenso que pensaba que se habían macerado y volcado en el piso. Los que eran mangos suaves y arcoiris de tomates son ahora brócolis robustos y puñados de chauchas verdes. Estoy aprendiendo a hacer guiso con hojas de remolacha y salsa de hierbas con hojas de hinojo y de zanahoria. 

Mi proveedora de frutas y verduras, Adriana, me manda un mensaje cada lunes por la noche con una lista de quince verduras y algunas frutas de las cuales puedo elegir. Mi pedido se cosecha los miércoles y me lo traen los jueves. No se cosecha ni más ni menos de lo que dicta la demanda. Cuando termina la temporada, se acabó; esta semana eso significó no más durazno hasta el verano que viene. Así debería ser porque así son las reglas de la Tierra.  

Hace unas semanas, viajé 100 kilómetros fuera de la ciudad para pararme en el suelo donde crecen mis verduras. Fui con dos amigos cocineros a conocer a Raquel y Primitivo, una pareja que le dedicó su vida al cultivo, con el deseo de poder construir una relación directa con ellos para proveer ingredientes para nuestros distintos proyectos (y sugerir, porfis, que planten algo de maíz para que yo pueda hacer tortillas). Pasamos una hora con ellos recogiendo frutillas, batatas, y masticando hojas de mostaza. 

Mientras caminábamos por el campo, le pregunté a Raquel hace cuánto que viene cultivando de esta forma. Paró por un momento y explicó que siempre habían alquilado terreno a grandes terratenientes, trabajando intensamente con pesticidas y herbicidas. Después de años de trabajar en el campo, su hija tuvo un cáncer que se propagó a los huesos y la mató. Cambiaron el modelo de cultivo poco después. 

Argentina es uno de los países que más utiliza el agroquímico glifosato. Cada año se aplica un estimativo de 300 millones de litros en cerca de 28 millones de hectáreas. Además de contaminar las vías fluviales, desgastar el suelo y perjudicar a las colonias de abejas, los agroquímicos se exponen a más de 13 millones de argentinos, un cuarto de la población, resultando en pérdidas de embarazo, cánceres y enfermedades congénitas. En los pueblos rurales del país, la tasa de casos de cáncer puede llegar al triple de la que tienen las ciudades cercanas. De estas técnicas radicales de cultivo nacen granos de soja, que ocupan alrededor del 60% del suelo. Casi todo se exporta para hacer alimento para animales y aceite.

Y cuando la tierra deja de producir, las multinacionales simplemente se mudan. En su nota “Agrotóxicos: la muerte silenciosa”, Agustina Santoro escribe en conversación con el ingeniero agrónomo Carlos Caballo: “El corrimiento de la frontera agropecuaria ha sido abrumador, lo que se evidencia en la altísima tasa de deforestación que tiene la Argentina, cuyo valor cuadruplica la tasa media del mundo. Se siguen destruyendo ecosistemas que son pulmones del planeta... y cuando esas tierras dejan de ser rentables, simplemente las abandonan y buscan nuevas. El problema es que la tierra se agota, se muere. Ese es el pasivo ambiental que estamos heredando de este modelo”.

Mientras más granjas visito, más radical se hace mi relación con la comida, y esta es exactamente la razón por la que la mayoría de la gente nunca visita granjas. No es por echar culpa. Tener el tiempo de visitar una granja es un privilegio; tener el suficiente acceso a la información como para cuestionar el sistema alimentario y los recursos para tomar acción con dicha información también es un privilegio. La invisibilización de nuestros sistemas alimentarios es parte del diseño, lo que Karl Marx definió como "fetichismo de la mercancía" en Das Kapital hace más de 150 años. En su nota "¿Quitando el velo? Fetichismo de la mercancía, comercio justo, y el ambiente”, Ian y Mark Hudson extrapolan la teoría del consumidor moderno:

"En el capitalismo mercantil, las relaciones sociales, ambientales e históricas involucradas en la producción de una mercancía están ocultas. Cuando una persona camina por el supermercado o por el shopping, lo que ve son las características de la mercancía en sí; el atractivo del packaging, el corte de la tela, quizá las asociaciones a un estilo de vida insertadas por los departamentos de marketing y, por supuesto, el precio".

Entender las "relaciones sociales, ambientales e históricas" es la única forma de acercarse a un sistema más equitativo; no podemos respetar los derechos de la gente, de la Tierra, que ni siquiera sabemos que existen. Hudson sigue, "En ese sentido, la mercancía tiene vida propia, completamente separada del proceso que la creó. Se convierte no en el resultado de una producción, en la cual trabajaron personas bajo condiciones menos o más aceptables, sino en una entidad en sí misma".

Cuando hablé con el panadero Nazareno Lovino para una nota reciente sobre panadería y anarquismo en Argentina, dijo algo que me quedó grabado: "La panadería es un acto solitario. Es fácil olvidarse de que somos parte de un proceso más grande". En esa misma línea, comer es a menudo un acto egoísta impulsado por el placer. Es fácil olvidarse de que lo que comemos no nos afecta solo a nosotros. Lovino es miembro fundador de la Alianza de Panaderos Artesanales, un grupo de casi 90 trabajadores independientes que comparten trabajos, hacen compras colectivas y juntan otros recursos. Lovino hace todo a mano y no tiene empleados, a pesar de la demanda que tienen sus productos. Él solo produce lo que sus manos pueden hacer. No es la manera más lucrativa de emplear sus habilidades, pero es la más equitativa, el cual debería ser el objetivo. 

Últimamente me estuve sintiendo particularmente pesimista en cuanto a esto. ¿Cómo rompemos los paradigmas sociales que nos enseñan que la comida es barata y ubicua? ¿Cómo rompemos la normalización de la comida industrializada? ¿Cómo hacemos para empezar a respetar la comida que consumimos? Cuando visito granjas, las respuestas parecen ser tan simples. Raquel y Primitivo cosechan la comida, establecen su precio, yo pago y todos contentos. Cuando pienso en lo mucho que los humanos complicaron hasta el más básico de los intercambios (y mirense al Suez Canal para ver que tan frágil es lo que armamos), me enojo demasiado. Cuando me doy cuenta de lo complicado que va a ser desenredarnos de nuestro propio nudo, me dan ganas de tirar mi compu por la ventana. 

La doctora Sonja Vermeulen habló recientemente en Carbon Brief sobre cómo tratar los efectos de la crisis climática: "no hay una única bala de plata; si nos concentramos solamente en más dietas a base de plantas, o únicamente en prácticas agrícolas mejoradas, o solo en los sectores de la energía y el transporte, no vamos a llegar a donde necesitamos llegar; necesitamos las tres".

Aunque no pienso que esto tenga que ser responsabilidad de los consumidores individuales (nuestra comida simplemente debería ser producida éticamente) la realidad es que depende de las masas de consumidores exigir un cambio y guiar la cultura del consumo. Pero lograr que las masas exijan un cambio es un desafío gigantesco, sin importar dónde estemos en el mundo. En Argentina, en el Mercado Central de Buenos Aires, por donde circula el 20% de la comida del país, el 80% de los vegetales que entran al mercado en un mes promedio consisten de sólo seis variedades. En Estados Unidos, Instagram me recuerda constantemente que la mayoría de comidas vienen en una lata, en una bolsa congelada, o en una caja de cartón; dependiendo del estudio que leas, entre el 50 y el 70% de la dieta estadounidense es comida procesada. En ambos países, nuestra relación con la comida, y con el lugar y personas de las cuales nuestra comida proviene, está completamente rota. 

¿Hace falta que todos saquemos papas del suelo para desarrollar una militancia alrededor de la forma en que consumimos nuestra comida? Estoy escribiendo esto mientras me preparo para otra nota sobre un plato emblemático de Buenos Aires, la suprema maryland, que para los que no lo conozcan incluye pollo frito, panceta, bananas fritas y choclo de crema enlatado. Me justifiqué esto porque estoy escribiendo sobre pequeños negocios familiares que son culturalmente relevantes para la historia de Buenos Aires, y particularmente vulnerables a la pandemia. La verdad es que quería escribir algo tranqui porque después de dos notas seguidas (para Life & Thyme y Anchoa) sobre la crisis climática, necesitaba un descanso y por un momento no pensar en el fin del mundo. Qué ironía. Los humanos son complicados; incluso aquellos que deberían ser más inteligentes (yo) son vulnerables a la nostalgia y al placer. 

Para mí, éstos son darse un gusto. Un privilegio. Estoy empezando a pensar el privilegio menos como las cosas que puedo conseguir y más como lo que tengo permitido no reconocer. Reconocer que la comida que consumimos está en su mayoría basada en prácticas injustas e insustentables. Reconocer que, así como personas como Raquel, Primitivo, Adriana y Nazareno claramente demuestran, existe otra manera, una mejor manera, si tan solo priorizamos los intereses de la gente y no los grandes negocios. Y te lo puedo asegurar, al igual que las frutillas que me alegraron el verano, esta manera es mucho más deliciosa.

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